domingo, 4 de enero de 2009

Tres visiones



Por fin, la noche sampedrana
Hernán Antonio Bermúdez


“Nada tan efectivo como la violencia rural en el espacio urbano, si se la sabe emplear de modo fulminante y teatral”.
Roberto Castillo

Hace poco más de un año apareció Las virtudes de Onán, libro que agrupa cinco relatos de Mario Gallardo quien, conocido hasta ahora como autor de las antologías El relato fantástico en Honduras (2002, 2004) y Honduras. Narradores siglo XX (2005), incursiona por primera vez en la narrativa con su propia voz.
Se trata de un libro refrescante donde proliferan los axiomas de la lujuria y el sexo es la única lingua franca. Intensamente erótico, en buena parte de Las virtudes de Onán se asiste a una especie de rapacidad sexual, narrada con desparpajo, como pocas veces se ha visto en la narrativa hondureña. La única comparación posible sería con la desinhibición lúbrica que ha solido desplegar en su obra Horacio Castellanos Moya. Fuera de éste, nuestros mejores narradores, Marcos Carías, Eduardo Bahr, Julio Escoto y el mismo Roberto Castillo, lucen recatados al lado de Mario Gallardo.
Y es que así labora la historia literaria: cada generación subsana los vacíos de sus antecesores (Gallardo es cinco años menor que Castellanos Moya y doce años menor que Roberto Castillo), cada generación –así como cada escritor individual- formula sus propias demandas a la literatura, y posee sus propios apremios expresivos.
Cabe destacar la notable habilidad de Gallardo para insuflarle vida a la composición de sus relatos, tanto en el bosquejo de los personajes como en el tejido de la temática total, pues cada hilo de la trama está entreverado para configurar el repertorio cuentístico del libro (a excepción de “El discreto encanto de la H”, más ensayístico –o digresivo- que narrativo).
Las virtudes de Onán es un libro del todo legible y capaz de valerse por sí mismo, y existe merced a la persistencia de una tonalidad y de un estilo. Éste es simplemente el ritmo narrativo que mejor se acopla a la forma en que el autor se imagina la realidad.
Además de su osadía erótica, Gallardo sabe evocar la vibración y atmósfera de San Pedro Sula que, hasta ahora, conserva su virginidad en el plano de la ficción.
El autor es capaz de mostrar la geografía literaria de una ciudad, a veces inventada y a veces real, a ratos generada por una operación memoriosa, a ratos surgida gracias a una elaboración imaginativa.
En efecto, Gallardo ha edificado una primera aproximación a lo que sería una topografía literaria sampedrana, más real que inventada, menos imaginada que existente. Ciudad sitiada por ladrones, hampones y criminales, donde la violencia y el peligro acechan de continuo, y se vive bajo el asedio permanente de la bestialidad. Y, por si fuera poco, espantosamente provinciana, de la que se está tentado de escapar.
Se trata de una prolija empresa estética: la ciudad elaborada, imaginada y evocada por el autor de Las virtudes de Onán emerge como resultado de un empeño en el cual la realidad es fabulada para que, una vez dentro del ámbito de la ficción, lo verosímil y lo inverosímil (o, si se prefiere, lo posible y lo imposible, lo creíble y lo increíble) se encuentren e interactúen en un mismo nivel: el narrativo.
Así, se dan los primeros pasos para configurar un cosmos urbano en el valle de Sula, tan ficticio como realístico, tan cabalmente inventado como perfectamente plausible. Gallardo ha iniciado, pues, la elaboración de una ciudad literaria que, si bien sólo es dable en la imaginación, resulta del todo apta para revelar esa otra que, perturbada, yace a la sombra del Merendón.
San Pedro Sula, la urbe que sirve de escenario para los relatos agrupados en este libro, pareciera destilar una pócima viscosa y turbia que impregna a sus habitantes pero, al mismo tiempo, resulta atractiva pues constituye la única instancia donde la vida cobra sentido para sus moradores. Vale decir, la ciudad conforma al individuo, lo moldea, y no a la inversa: lo habita, es –a su vez- personaje y no mero paisaje.
De allí que Heimito, el protagonista del excelente relato “Noche de samba bárbara” (quizá el mejor junto con el que le da nombre al libro), se lance (previo paso por Copán Ruinas) al tránsito desasosegante de una ciudad que parece estar dispuesta a cumplir una amenaza que apenas se hace explícita, aunque al final Wilmerio, su inminente asesino, “oprime con fuerza el puñal” (p. 48).
Tanto en “Noche de samba bárbara” como en “Las virtudes de Onán” el lector es llevado a sumergirse en el trajín nocturno, bacán y pecaminoso, del trópico absoluto. Al calor de las cervezas “Salvavida” y de los efluvios de la marihuana, la promesa sexual agita los sentidos e incita al aturdimiento, lo que le costará la vida a Heimito, ese austriaco alborotado y gozador. Onán también será sórdidamente liquidado por haber sido testigo involuntario de un acto homosexual protagonizado por un jerarca militar, tras una larga noche bohemia y accidentada, en cuyo transcurso asiste al primer “Miss Honduras Tercer Sexo Belleza Nacional”.
Las virtudes de Onán está poblada de guiños a novelas como Tres tristes tigres, de homenajes literarios (a Cortázar y a otros conspicuos miembros del “boom”), de referencias musicales, roqueras, de alusiones al cine, de descalificaciones e improperios. A ratos, el autor no parece contenerse al airear sus “simpatías y diferencias”, resuelto a “marcar”su territorio.
Se sabe que cada libro interactúa de manera impredecible con el medio histórico-cultural que le es propio, y los mejores escritores son aquellos que contienen en sus obras una buena parte de la dialéctica de su cultura y de su época. Aldo Busi alude a ello en términos más prosaicos: el escritor es el guardarropas del teatrillo de su tiempo.
En ese sentido, Las virtudes de Onán es un libro clave para entender las entrevisiones de una nueva generación literaria hondureña. No se trata, aclaremos, de un documento sobre un momento determinado ni la manifestación de un cierto género o programa. Se trata, ante todo, de la expresión única de la visión individual de su autor, cuyo brío y audacia sobresale en la “noche de Walpurgis” tanto de Heimito como de Onán (ese alter-ego del narrador), en la que toda apariencia de orden resulta, a la postre, demolida.
Hay pocas fallas en esta obra: es inevitable mencionar expresiones flojas como “viajar hacia el pezón y retorcerlo con pérfida dulzura” (p. 20); “(el) vacío intergaláctico de su estómago” (p. 35), o “para un detestable y adorable vago como yo” (p. 60).
Debo igualmente admitir que las alusiones a Horacio Castellanos Moya en la página 75 me desconciertan, habida cuenta de la reciente tentativa de adjudicarle el premio nacional de literatura, y de los argumentos válidos esgrimidos por Rodolfo Pastor Fasquelle al respecto, que no es del caso reiterar.
Nada de lo anterior opaca el valor de un libro herético, provocador, de meritoria valentía y de una solidez incontrastable. Las dotes de narrador de Mario Gallardo le auguran una prometedora carrera literaria.


La certeza de haber vivido
Giovanni Rodríguez

Mario Gallardo dice haber concebido estos relatos una tarde-noche de principios del 2006 cuando salía de Espresso Americano en el parque central de San Pedro Sula. Aunque nos parezca un argumento demasiado literario debemos suponer que el café fue su demiurgo y que la cálida brisa de la calle le trajo de golpe la voluntad de escribir. Y éste, Las virtudes de Onán, resultó ser un libro con muchas virtudes, pero sobre todo resultó ser un libro con tres virtudes: calidad, actualidad y universalidad, que son las demandas inherentes a todo trabajo literario. No podía esperarse menos de un escritor que siempre ha cuestionado la mediocridad, que siempre ha estado al tanto de lo que ocurre en otras partes del mundo y que siempre ha sabido que la literatura debe ser patrimonio de la humanidad antes que un bien para el consumo local.
Éste es un libro que despertará muchos comentarios. Eso es seguro. Mario no podrá sustraerse de esa detestable costumbre, provocada por la ignorancia, de que se identifique directamente al autor con la obra que produjo, cuando habría de entender de una vez por todas que la ficción es ficción y no otra cosa; y estas virtudes son precisamente eso: una obra de ficción.
Tampoco podrá evitar Mario que algún palurdo llegue a decir que éste es un libro demasiado fuerte, demasiado sexual, demasiado atrevido, demasiado ofensivo y otros tantos “demasiados” que podemos imaginar. Pero a Mario no le preocupan en absoluto estas nimiedades. Y debo suponer que a nosotros, los que estamos aquí reunidos, tampoco.
Hablaré entonces de la obra, una obra que, por primera vez en muchos años de literatura hondureña, nos llega despojada de las molestas prendas del servilismo ideológico, de los manidos esquemas impuestos por la generación del “boom” y, sobre todo, situada, con una evidente voluntad de estilo, en una corriente narrativa de verdad fresca, a la par de toda una generación de escritores hispanoamericanos sorprendentes como Vila-Matas, Bolaño, Villoro, Piglia, Pauls y otros.
Y es que ahora, con Las virtudes de Onán, podremos sentir que ese narrador (¿Onán?) sacude impunemente nuestra modorra lectora, una modorra instituida por eso que el mismo autor llama “la autocensura y la mojigatería”.
El dominio de la palabra bien pudiera pasar inadvertido en las páginas de este libro, precisamente porque cuando un texto está correctamente escrito lo que buscamos en él es lo que sigue: una certeza de que además de bien escrito esté escrito literariamente, y que sus páginas logren establecer ese vínculo estrecho entre lector y escritor, ese vínculo que se encuentra más allá de la gramática y de la forma. Y cómo no encontrar ese vínculo con el personaje del niño Virgilio cuando descubre el verdadero origen de su experiencia erótica; o en el poeta dulce que se aferra a la poesía cuando ya todo lo ve perdido; o en Heimito Kunst, a quien el mal se le presenta en la forma de la belleza femenina para seducirlo hacia la red de la violencia en Honduras; o en el propio Onán, que aún en medio de la euforia hedonista y alcohólica, y conciente de que esta vez la Bestia habrá de aplastarlo, se da cuenta de que no tiene miedo y de que sólo piensa en Ixkik.
Para comprobar aquello de la “actualidad” de este libro habría que remitir a los lectores a las nuevas formas de narrar de estos tiempos posmodernos, habría que citar de nuevo a Vila-Matas, Bolaño, Villoro, Piglia, Pauls, Amis, McEwan, Barnes y otros, pero esto sería mucho pedir a los lectores, porque bien sabemos de las dificultades de estar al día en materia artística en este rincón del tercer mundo y bien sabemos, por otra parte, que a muchos el gusto en literatura los dejó rondando eternamente a García Márquez y compañía. Pero he de decir, sin embargo, que esta forma de narrar de Mario, tan suelta, tan desprovista de prejuicios, tiene sus bases, primero, en ese proceso de digerir lo leído y después escribir con un claro sentido de la individualidad; segundo, en los conceptos de intertextualidad, pastiche y reescritura, harto conocidos por él, dada su condición de profesor de literatura y crítico literario; y tercero, en esa voluntad de cambio, necesaria en cualquier trabajo con intención artística.
Lo de “universalidad” se comprobará si este libro tiene la suerte de ser leído por otros lectores, en otros ámbitos, en otras épocas; pero basta con asomarse a sus páginas para respirar ese aire infrecuente, ajeno diríamos, si no fuese porque sabemos que fue escrito por un hondureño, y en Honduras. Y es que la gran cantidad de referencias culturales presente en estos relatos, más allá de un alarde de erudición, dan fe del espíritu universal del autor, quien no se nota urgido por ese afán de “hacer patria” característico en nuestra literatura.
Un libro, sin embargo, cuya escritura no podría concebirse sin esa cuota de experiencia vital que, si bien no es absolutamente necesaria para la creación, sí le otorga a ésta un mayor grado de verosimilitud; es decir, este libro le debe mucho tanto a las lecturas de Mario como a su ojo testigo y vigilante sobre todo aquello que le rodea.
En Rayuela, Morelli le pregunta a Oliveira si es escritor, y éste le contesta que no, que para ser escritor hay que tener la certeza de haber vivido. Ésta es precisamente la certeza que encontramos en Las virtudes de Onán.
Parece que el autor hubiera esperado llegar a los años de su madurez para quitarles la soga del cuello a sus demonios, quizá como un acto de justicia consigo mismo, después que como lector recorriera vastamente la narrativa clásica y la contemporánea, algo fácilmente comprobable si revisamos sus reseñas en el "Magazine Literario" de Diario Tiempo y sus artículos en la revista Umbrales, o si tenemos la suerte de compartir alguna vez con él un café o unas cuantas cervezas en medio de una conversación sobre literatura. Y es que probablemente los lectores de su categoría no pueden salir indemnes de ese acto apasionado y permanente que es la lectura.
Sucumbió Mario, entonces, a esa necesidad vital de escribir, de decir, a través de la ficción, que más allá de las teorías y de la disciplina lectora había una voz adentro abriéndose paso secretamente. Esa es la voz que escuchamos al leer Las virtudes de Onán, la de un narrador informado, más omnisciente que nunca, un narrador de historias crudas, en bruto, cuyas tramas son, sin embargo, el resultado de una magistral domesticación de la forma, un narrador que, sin proponérselo, utiliza referencias universales para dotar a las pequeñas circunstancias de sus personajes de un carácter igualmente universal.
“La certeza de haber vivido”, dice Oliveira, y Mario agregaría quizá “la certeza de haber leído”. Dos componentes –vida y lecturas- que marcan un buen punto de partida para abordar los relatos de este libro.
Hasta aquí este breve comentario a la obra del amigo Mario. Lo que sigue son sus palabras, y a través de éstas, las palabras de ese personaje suyo que era nihilista sin saberlo, amante del rock y de la Salvavida, enemigo de lo light, ese al que llamaremos Onán sin preguntar por qué, sólo pensando en la simiente derramada, ese Onán del “agujero océano” en el pecho, el que sólo piensa en Ixkik.


* Este texto fue leído durante la presentación del libro Las virtudes de Onán de Mario Gallardo en el Museo de Antropología e Historia de San Pedro Sula, el 23 de marzo de 2007.



Onán, un aventurero espiritual
Gustavo Campos


Por muy quijotesca que pueda parecer esta tarea, bosqueja la poderosa estrategia por la cual los autores modernos declaran que ya no son responsables; responsables en el sentido en que los autores que celebran su época y los autores que la critican son igualmente ciudadanos probos de la sociedad en que actúan. Los autores modernos pueden reconocerse por su esfuerzo por «desestablecerse», por su deseo de no ser moralmente útiles a la comunidad, por su inclinación a presentarse no como críticos sociales sino como videntes, aventureros espirituales y parias sociales.
Susan Sontag


Ya he hablado con anterioridad sobre mi esterilidad de pensamiento, de mi dificultad de concluir ideas y argumentos sobre lo que quiero escribir. Creo que es pereza. Me la paso en una constante renuncia de emisión de juicios sobre obras literarias. No soy publicista. Ni mercader literario ni todólogo. No soy crítico, ni aspiro a serlo. Siempre me he considerado creador y lector. Un lector con oficio de escritor debe debutar en algún momento para justificarse como escritor. En la crítica el “crítico” debe hacer gala de sus ganas de escribir, debe siempre poner al tanto a la gente sobre sus estudios o lecturas. Quienes me conocen saben que voy por senda contraria. Sin embargo, soy un lector irritable. Mi irritación a veces se torna en sorna o en burla cuando un sabihondo del patio -o extranjero- emite un juicio que no lo considero a la altura de la obra comentada. Pero me irritan más los juicios moralistas. O cuando oigo prejuicios anticuados sobre libros que yo considero invaluables.

Estallo. Y cuando me animo a defender tal obra –como si necesitara ser defendida, idea absurda-, de pronto algo borra de mi mente cada frase construida. Y no lo hago. Y de pronto me obstino en no hacerlo. Y renuncio. Es mi costumbre. Quedo a la espera, entonces, de que uno de mis amigos que sí posee entusiasmo y que lo apresan las ganas de opinar, lo haga. Y cuando lo hacen me dejan insatisfechos. Algunos me desilusionan. Critico entonces cierta irresponsabilidad y ligereza en el tema abordado. Y nuevamente me animo a escribir sobre la obra. Y comienza otra vez la misma historia de renuncias e intentos y una tristeza avasallante me liquida en el acto, mientras otra tristeza, responsable, me guía, me auxilia. ¿Y por qué suelo indignarme? En un caso aparte, siempre me burlaba o despotricaba contra aquellos a los que Artaud o Panero no les parecían auténticos creadores. Eso me molestaba mucho, pero, por otra parte, me tranquilizaba, razonando, que el paladar gustativo de ellos difiere del mío. Y los autores que persiguen o alaban ellos con devoción no son de mi gusto. Defiendo a Sade. Pero él y su obra pueden defenderse solos. A John Cleland. Las once mil vergas, de Apollinaire. (Quizás por morbo o para alarmar a los críticos de ojos castrados). A Sacher Masoch (lo imagino vestido de cuero e imagino, también, al vocalista de Deep Purple haciendo moda la vestimenta de la novela de Masoch) Los sonetos lujuriosos de Aretino, Los versos más desvergonzados del buen Catulo. Debo confesar que soy rabelesiano. Y que yo soy a Rabelais lo que otros son al Cantar de Roldán o al Cid. Agrego a la lista a Arturo Martínez Galindo. A Bukowski y Miller. Y sumen cuanto escritor gusten.

Existe una pregunta, la del millón: ¿en qué se basa una persona al etiquetar un escrito como “obsceno” o “vulgar”? ¿Y por qué razón lo asocian a la pornografía? Podría responderse (en un escrito previo creí más conveniente remitirlos a los estudiosos de los conceptos de “obsceno” “obscenidad” “pornografía” y “erotismo” y de esta manera ahorrarme tanta palabrería, entre ellos: Jerzy Ziomek, Carlos Castilla del Pino, G. Bataille, Susan Sontag, Jean Baudrillard, H. Montgomery Hyde, Lo Duca, Paul Goodman, Teresa del Valle, Fernando Savater, Claudio Guillén, Antonio Lara, Amelia Valcárcel, Juan Villoro, Laura Cuevas, Octavio Paz, Apollinaire, Amaury García Rodríguez, Miguel Ángel García Peinado y Juan Pedro Monferrer, Nobokov, Miller, Bukowski, entre otros. Castos lectores, cito a esos autores sin el ánimo de ser pedante, de una manera provocativa quizás, pero no pe-dantesca) acercándose a los conceptos de “obsceno” y su implicación ética y moral más que estética.

“Sería una ilusión pensar que el ordenamiento de los términos conducirá a la solución del problema, pero sería una ligereza no tratar de introducir algún que otro orden. Supongo que por lo menos una parte de los malentendidos tiene un carácter terminológico. El primero de ellos es la confusión de la pornografía con lo obscenum. La etimología de «pornografía» la conocemos. La etimología de obscoenum (también obscaenum y obscenum) es oscura. Havelock Ellis afirma que la palabra procede del latín scaena y significa más o menos lo mismo que «fuera de escena» (off the scene), o sea, algo indecente. Esta etimología, seguramente, es falsa, en vista de que (ob)scenum significa en latín «suciedad». Pero más importantes que la etimología son los contextos habituales de empleo. Se debe tomarlos en consideración al establecer una definición, puesto que las proposiciones demasiado arbitrarias, que no toman en cuenta los hábitos lingüísticos, tienen exiguas oportunidades de éxito y aplicación…” (“La pornografía y lo obsceno”, Jerzy Ziomek).

Y agregar que nuestra sociedad está tan acostumbrada a las imágenes que el cine, la fotografía y todo medio de comunicación, a la muestra de una especie de plenitud del sexo, que destruye la ilusión, que nos hace recordar siempre la soledad y lo inalcanzable de lo mostrado, que lo hemos transgredido todo, incluido los límites de le escena y de la verdad, como apunta Jean Baudrillard en Las estrategias fatales, no nos queda más que presentir el sabor fatal de los paraísos materiales, y la transparencia, que es la consigna ideal de la era de la alienación, y que se realiza actualmente bajo la forma de un espacio homogéneo y terrorista: hiperinformación, hipervisibilidad.

Una vez que el lector o el estudioso estén debidamente informados con las citas anteriores podremos pasar a lo que nos compete, no sin antes citar esa justa apreciación sobre el arte que hiciera Sainte-Beuve: “el arte consagra y purifica todo lo que toca”. Lo que debe interesarnos es el arte, la literatura en este caso. Y ésta, la que estudiaremos específicamente, nos aclara una época y se distancia de ella para revelarnos, además de los temas que la entretejen, la problemática de una sociedad sin velos para su entendimiento y estudio. Además, quedan muchos más aspectos por explorar, como ser una especie de “intertextualidad cultural e intertextualidad literaria”, por mencionar algunos ejemplos en Las virtudes de Onán, el libro de relatos de Mario Gallardo, objeto de toda esta disquisición.

Hace poco más de un año se publicó Las virtudes de Onán, y no pasó mucho tiempo para que la falsa moral de los “oráculos del patio” (frase de una amiga) alertara al público común y al público especializado. (Es curioso que quienes se sienten más cercanos al libro de cuentos citado sean jóvenes, fenómeno parecido al de Roberto Bolaño o Enrique Vila-Matas, aunque de este último no estoy tan seguro que tenga más lectores jóvenes que viejos. Y también parecido ha ocurrido con los libros de Cortázar).

Rodolfo Pastor Fasquelle, historiador y actual Ministro de Cultura, Artes y Deportes, presentó el libro en el Museo de Antropología e Historia de San Pedro Sula, haciendo hincapié en la correspondencia que existe entre este libro y el Satiricón de Petronio, invalidando, de antemano, la crítica de estos turistas literarios nacionales (hay escritores nacionales obsoletos tanto en sus lecturas como en sus creaciones). La identificación de personajes de Las virtudes de Onán con personas del medio era anulada, erradicada en caso de su utilización como elemento censor. Alusión es vencida por intertexto. Advirtió, simpático, que era imposible que el autor escribiera como “londinense”, agregando que, a pesar de ser una obra primeriza, el autor daba muestras de consolidar en el futuro una obra maestra. Y habló, trato de recordar su discurso extenso, de sociedades hipócritas y de la sexualidad como tabú, de la relación entre literatura y sociedad, del reflejo que proyecta el libro de la década de los 80’s y de la influencia del rock en la juventud hondureña. A esta disertación se sumaron muchos más argumentos que he olvidado.

A la lista del lector especializado que reconoce la obra como lo que es se suman Helen Umaña y Hernán Antonio Bermúdez. La primera con un justo comentario que aparece en la contratapa del libro, y que da fe de su ejercicio continuo de lectura, siempre receptiva sobre las obras contemporáneas y que la muestran al día con la literatura universal actual; conocedora de Vila-Matas como de Bolaño, de Halfon como de Áira, de McEwan y otros; este conocimiento la sitúa por delante de los demás escritores y estudiosos anquilosados de neuronas macondianas. Quien no conozca tales fuentes, que guarde su piedra al lado de su ignorancia. El segundo, con un ensayo titulado “Por fin, la noche sampedrana”. A Bermúdez he osado darle un epíteto -como esos que aparecen en Homero- por respeto a sus criterios, y es “Hernán, el de los ojos no castrados”, que remite a Bataille y que dice algo como que los que tienen “ojos castrados” son aquellos que el pudor y la moral hipócrita los domina y no el placer que ofrecen las obras de arte. Tengo mis discrepancias con él en relación con otros temas, pero la lucidez de sus ensayos es asombrosa. No estaría de más agregar a la lista a Giovanni Rodríguez, quien escribió un artículo sobre Las virtudes de Onán y entrevistó al autor Mario Gallardo.

No creo que a Bataille (que en placer descanse) le indigne que ventile sus ideas sin la cita al pie de página, estoy seguro de que con la excusa de hacérselas saber a los estudiosos de “ojos castrados”, cautos con corbatas decentes y medieval cinturón de castidad en las neuronas, me lo perdona. Dijo Dominique Aury: “El amor es un ideal, y no se alcanza nunca. En cuanto al sexo, si uno logra liberarse de su propia censura, ¿qué es la obscenidad? Si no existe una mirada degradante de uno mismo, la pornografía no existe”.

Entonces damos por sentado que el individuo (“lector casto” o “lector común” o “lector especialité” –no sé francés-) debe liberarse de la autocensura. Y que aquel que alce la mano para censurar a Onán, se censura a sí mismo, a su simiente y a su época. Censura el medio en el que vive y se convierte en hipócrita. Censor de épocas y falso moralista. Censor de estéticas y del espíritu de una nación y del ser humano. Onán “revela la verdadera identidad de las virtudes”[1]. Onán es un aventurero espiritual. No aspira al heroísmo sino al conocimiento vivencial en el mundo que le tocó vivir. Amista con su medio. La influencia del rock en los años 70’s y 80`s junto al “progreso económico” de la región noroccidental del país evidencian la época. De vez en cuando imagino un parecido entre Onán y Alexandre (personaje de una película de Jean Eustache y que protagoniza Jean-Pierre Léaud).

“La hipocresía juega en la frontera de las virtudes”[2], es máscara. “La sociedad le encarga a un hombre volverse contra ella y cuestionarla”[3]. Obsceno es un adjetivo calificativo moral, no estético. El arte es amoral. “Onán se centra en la desmitificación, expresa, ataca a la vez”. En Las virtudes de Onán ocurre más que la adjudicación de un calificativo “inmoral”, “obsceno”, sino un aspecto que aunque parezca simple, su dificultad nubla a los lectores de vieja escuela, censores que hacen de la hipocresía su máxima virtud, de la censura su miel atrayente a la masa que confía en estos tipos baluartes de ser ejemplos de una vida sin excesos y sin trasgresión a las normas de la sociedad. Su mismo título es su primer juego, nos sugiere penetrar y decodificar la dialéctica que existe entre los vocablos de su título. ¿Por qué virtud? ¿Quién es Onán? ¿Es Onán virtuoso? Por qué el título Las virtudes de Onán? Existe una intención secreta de parte del autor de mostrarnos algo más que la máscara de las palabras, de la superficialidad aparente del enunciado. ¿Qué es una virtud? ¿Qué muestra y qué esconde? ¿La virtud puede ser un calificativo estético? ¿O desde el título busca ofender la moral pública, haciendo uso de la ironía, arma contra la sociedad y su hipocresía, o no ofender la moral pública sino buscar su verdadero significado, oponer la moral a la estética, que no se llevan de la mano? Y he aquí la dialéctica que propone Barthes: ese “estatus contradictorio”, al que es sujeto el autor.

El autor nos entrega no una visión parcial sino integral de la historia. En la década perdida hondureña dudo mucho que no se consumiera alcohol, o que hubieran sido erradicados los bares y night clubs. ¿Todos los hondureños militaban y defendían la izquierda? Versión rasgada con velo ideológico de esos escritores obstinados en vendernos una imagen falsa de nuestra sociedad, una imagen idílica para ellos donde sólo conviven la pureza, el hermanazgo y la virtud.

¿Y qué ocurría con los jóvenes que ignoraban la problemática social? La tendencia a mitificar e idealizar persiste en la escritura de los hondureños, distan de la sinceridad y sacralizan al mártir.

Dice Barthes que “las virtudes tomadas separadamente no pueden constituir el objeto de ninguna descripción; no se puede coordinar el heroísmo, la bondad, la honestidad y el reconocimiento para hacer un haz de méritos”. Y agrega que “cada virtud no existe sino a partir del momento en que se alcanza lo que oculta” y que “no es posible ningún sistema de virtudes si no se desciende a las realidades, es decir a la otra cara”.

Qué noble coartada la del arte, nos dice Bolaño. Y es que cuando leo Las virtudes de Onán, cuento que le da el nombre al libro, de pronto no puedo más que conmoverme. Sensación similar –no igual- siento el ver la película argentina La noche de los lápices. Quizás todo se deba a que Onán es un joven que no milita en la izquierda ni es parte de los agites políticos, y es capturado por dos militares al presenciar una felación entre ellos. Siempre me he sentido distante de esta parte de la historia latinoamericana, quizás porque no la viví, pero cuando digo distante no me refiero a insensible, sino a ser un simple espectador excluido de esa época. Yo desconocía todos esos temas en relación a desaparecidos, sólo escuchaba de servicios militares obligatorios y del miedo que infundían estos a la población. A veces pensaba que yo también sería llevado, aunque entonces estuviera en la escuela y contara menos de 10 años. En la colonia donde vivo asesinaron a Moisés Landaverde y a Miguel Ángel Pavón, yo quizás ni había nacido, pero era un tema de conversación en el barrio.

Retomando el tema del libro y la película, los alumnos torturados en La Plata eran niños colegiales, inocentes niños colegiales víctimas de la inhumanidad de las políticas de estado. También Onán era un joven inocente víctima del azar, de haber coincidido en lugar y espacio en un acto homosexual entre militares. Si hay obscenidad en el texto es porque todo horror al que asista el público es obsceno: la muerte de Onán es obscena, el burdel de travestís es obsceno. Onán muestra la otra cara de la época, se mitifica a todo aquel que haya contribuido a defender los derechos inalienables de los seres humanos, pero no sólo ellos mueren, muere también aquel que nació en la misma época aunque sea un joven sin inclinaciones izquierdistas y sin interés de militar en partidos políticos; su misión es otra, morir, pero primero vivir, disfrutar, gozar la vida, aprehenderla, acumular experiencia.

Nadie se atreve a mostrar el horror. Se habla de él, pero se le esconde.

Y en Las virtudes de Onán hay eso: compromiso y disidencia política, pero no esa noción de “compromiso” de origen sartreano y basada en el carácter central del sujeto, entendido como sujeto cívico, no discursivo… sino con la literatura.

En Onán también encontramos parte del pensamiento de Bataille, una especie de “autodestrucción impasible” que rige al joven que siente “la necesidad de negar el amor para expresarlo”. Una pregunta surge entonces: ¿cuál es la razón por la que Onán prefiere llamar a su novia Thamar y no por su nombre real? La muerte lo abraza y lo vence y su mente está fijada en los recuerdos de ella, de la simiente una y otra vez derramada, en ella, ahora que está atravesando el umbral entre vida y muerte asegura amarla. Y la ama cuando su ser se está disolviendo, tratando de aunar su agonía con la vida. Amor por la fantasía y por la invención, Onán recurre y prefiere reinventar a su amada, en un intento quijotesco por trascenderla.

Pero, ¿hacia dónde debe estar orientada nuestra reflexión en torno al tema de si esta obra merece el calificativo de “obsceno”, “pornográfico” o “erótico”, sabiendo de antemano el significado de tales conceptos y habiendo explorado toda una tradición por las culturas antiguas de occidente y oriente? Para eliminar de inmediato el término de “pornografía” basta con remitirnos a las ideas citadas con anterioridad de Ziomek y Aury, sin antes acotar una frase ingeniosa de D. H. Lawrence: “Aquello que para éste es pornografía es para aquél la risa del genio”. Tampoco podemos decir de primas a primeras: “esto” es obsceno. La obscenidad es una relación. Esto es obsceno si alguien lo ve y lo dice, no es exactamente un objeto, sino una relación entre un objeto y la mente de una persona. En este sentido, podemos definir situaciones tales en las que determinados aspectos sean o al menos parezcan obscenos. Estas situaciones son por lo demás inestables, siempre suponen elementos mal definidos, o si tienen alguna estabilidad, ésta no deja de ser arbitraria (véase Bataille).

Los lectores y críticos, el ser humano en sí, suelen enamorarse de las etiquetas, su modus operandi es la invención de etiquetas sobre obras de arte para justificar su profesión de crítico a tiempo completo. Existe un afán de clasificación en el hombre, y a este afán se le llama ciencia, si existe algo inclasificable, preocupa al hombre, lo teme. Se me viene a la mente un cuento de Bukowski que aparece en La máquina de follar, en donde el horror de la monstruosidad enternece. Después de la lectura de ese cuento, no recuerdo con exactitud su nombre, supe que la “aberración” puede despertarnos sentimientos de ternura. Igual sentimiento me sacudió al leer La isla del Dr. Moreau, de Wells.

En Las virtudes de Onán encuentro tres momentos clave que valen la pena citarse y relacionar entre sí. Uno de ellos se encuentra en el primer cuento del libro: “Y tu mamá también”. Entre los temas detectados están “onanismo”, “incesto” y “voyeur”. El niño Virgilio espía a quien creyó era Paty, la sirvienta de la casa, a través de un agujerito para descubrir posteriormente que los gemidos no le pertenecían a ella sino a su madre. Aquí aparece la primera conexión fundamental entre el hombre y la negación de la sensualidad, o de la animalidad carnal, que es el incesto (el mismo aparecerá nuevamente en “Para verdades, el tiempo”, cuando el personaje príapico mantiene relaciones sexuales con su prima), primera prohibición de la obscenidad de carácter universal. El acierto fundamental del cuento es el distanciamiento que maneja el personaje en relación a una escena que sólo sucede en lo privado, o sea in situ (dentro de la escena). Él está descubriendo algo que está prohibido. Por medio de la inocencia de un niño aborda la embriaguez que sólo el erotismo puede aportar. Si “obsceno” es aquello que sucede “dentro de una escena” y que es de carácter privado, no indecoroso, entonces el personaje sirve de ángulo para apreciar una imagen. Su primer conocimiento es el primer conocimiento del lector, el primer conocimiento del erotismo, de su experiencia personal, requerida e indispensable para trasladarla o “sacarla” de escena. Y es cuando el término voyeur, muchas veces asociado al lector, cumple su doble función y fundamenta su acierto. Y es en este momento cuando aparece por vez primera el tema –prohibido y transgresor- que dominará la temática del libro: onanismo, que aparece de entrada en su título. El niño sacia sus deseos masturbándose al ser estimulado por la imagen que observa.

En el relato “Las virtudes de Onán” el personaje es unos años mayor que el personaje de “Y tu mamá también”: Onán es un joven que experimenta y va descubriendo el mundo. Da fe de una época: la década de los ochenta en Honduras. Parte del valor que adquiere un libro es cuando una obra en literatura nos aclara una época (quedan satisfechos los materialistas que pregonan que toda obra literaria debe reflejar la dinámica contradictoria de la sociedad). Y es también cuando provoca su respuesta censora al retratar toda la dinámica de una sociedad hipócrita y hostil. Ocurre nuevamente más allá de la embriaguez abierta a la vida juvenil, el poder de abordar la muerte cara a cara y de ver en ella por fin la apertura a la continuidad imposible de entender y conocer. El epígrafe de Severo Sarduy (“la vida es un sueño fuerte/ de una muerte hasta otra muerte/ y me apresto a despertar”) nos esclarece y advierte el tránsito fugaz e ilusorio que tendrá Onán. Como apuntamos anteriormente, el tema del onanismo aparece en la relación que este mantiene con Ixkik, a quien le llama Thamar, nombre de la mujer que, según la Biblia, era cuñada de Onán y con la que éste se negó a dejar simiente.

Dos felaciones aparecen en este cuento: la de un travesti mulato que se la practica al doble de Freddy Mercury y la de los dos militares.

Pero experimentamos, en el momento de la transgresión, la angustia sin la cual no existiría lo prohibido: es la experiencia del pecado. La experiencia conduce a la transgresión acabada, a la transgresión lograda que, manteniendo lo prohibido como tal, lo mantiene para gozar de él. Y ese “agujero océano” del que habla Onán no es sino la experiencia interior del hombre que se da en el instante en que, rompiendo la crisálida, toma conciencia de desgarrarse él mismo, y no la resistencia que se le opondría desde fuera. La superación de la conciencia objetiva, limitada por las paredes de la crisálida, está vinculada a esa transformación.

En “Noche de Samba Bárbara”, Heimito (personaje de Roberto Bolaño en Los Detectives salvajes) ha venido a vacacionar desde Viena a Honduras. Descubre un mundo para él inédito lleno de eso que Carpentier le llamó “maravilloso”. En su visita a las Ruinas de Copán se encuentra con el descubrimiento de la sexualidad de los antiguos pobladores de la civilización maya, cuando un arqueólogo cuenta la felación que recibe el fundador de la primera dinastía maya Yax K’uk Mo’.

El narrador en su primer reconocimiento se ubica fuera de escena apenas percibiendo su “desconocido”, lo que ocurre dentro de escena y que es privado. Al sacarlo de escena por medio del personaje de un niño existe una imbricación entre inocencia y el futuro condicionamiento que le dará en su vida futura. Este mira pero no participa, y es lo mismo que ocurre con la muerte de Onán. No hay una muestra del zoom o de lo que es “más verdadero que lo verdadero”, como decía Baudrillard. Y “Las virtudes de Onán” finaliza con un soliloquio: “Extrañamente, el agujero océano ha desaparecido del lado izquierdo del pecho. No tengo miedo. Sólo pienso en Ixkik.”

A este cuento le sigue “El discreto encanto de la H”, cuyo argumento es mencionar entre la ficción y la realidad algunas de las veces en que el nombre del país Honduras ha aparecido en la literatura universal. Al final del texto aparece una advertencia del editor: “Nota evidentemente incompleta y pedantísima encontrada entre los papeles de Onán”. Y esta nota aporta una nueva interpretación -o contradicción-, una nueva forma de leer Las virtudes de Onán.

¿El joven Onán, muerto en su juventud, escribió el cuento con el que cierra el libro?

Existen un dato o incongruencia a considerar: en la página 17 el personaje príapico, del cuento “Para verdades, el tiempo”, dice tener 38 años, contrario a lo expresado en la página 23, en la nota de Prensa publicada en Guatemala, que dice tener 33 años. ¿Equivocación del periodista al redactar la nota de prensa? Puede ser.

Las virtudes de Onán es un libro que deberá leer todo lector o quien se precie de serlo. Como dice Helen Umaña: “Resumiendo: (Mario Gallardo) un escritor informado, penetrante, iconoclasta y provocativo.”

Citas
[1] Roland Barthes, El grado cero de la escritura y otros ensayos.
[2] Op. Cit.
[3] Op. Cit.

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