miércoles, 7 de febrero de 2007

Prólogo con advertencia

Si desea concluir la lectura de estos textos que ofrecemos a continuación, se recomienda al internauta trocar el medio virtual por la edición impresa de Las virtudes de Onán, al módico precio de 150 devaluados, pero estables, lempiras (de venta en las principales librerías del país), que servirán para resarcir (o financiar) en parte los "desvelos" del autor, quien afirma (muestra evidente de "contaminación" cortazariana) haber "percibido" la trama central de la cual surgieron estas cinco virtudes una tarde-noche de principios de enero del año 2006, tras salir de la "pulpería cafetera" llamada Espresso Americano (aunque el laureado poeta y editor de mimalapalabra considera que estar hacinados en ese espacio infernal es equivalente a sentarse junto a Vila-Matas en el mítico Café de Flore). También nos vemos en la obligación de aclarar que -salvo los "onomásticos emblemáticos" (Borges, Vila-Matas, Umaña, Acosta, Monterroso, Rodríguez, Pauls, Bolaño, Castellanos Moya, etc.)- todos los personajes aquí reunidos son absolutamente ficticios, y cualquier parecido con seres que medran en este mundo sublunar es pura coincidencia; además, es imprescindible enfatizar que (como dice Fresán: "en una aclaración obvia, pero nunca del todo innecesaria") el hecho que algunos pasajes estén narrados en primera persona no implica que el autor comparta ideas, haya protagonizado o justifique las acciones de quienes aquí cuentan sus vidas y sus virtuosas historias y sus muertes. Vale.
P. S.
Las virtudes de Onán está integrado por cinco relatos ("Y tu mamá también", "Para verdades, el tiempo", "Noche de samba bárbara", "Las virtudes de Onán" y "El discreto encanto de la H", precedidos por sendos epígrafes de Enrique Vila-Matas y Julio Cortázar; en la contraportada aparece un comentario de Helen Umaña; la fotografía de la portada es de Edward Weston, y la del autor en su modesta biblioteca es original de Alejandro José Valladares Membreño, quien, para más señas, es su hermano menor.
Por otra parte, y para comodidad del cibernauta, se le recomienda emprender la navegación utilizando la tabla de contenidos ubicada a la derecha (recuadro en color café), donde aparecen los "links" a cada uno de los elementos anteriomente mencionados.

Un comentario de Helen Umaña

Una narrativa de signo contemporáneo

Cuando todavía vestía uniforme estudiantil, Mario Gallardo descubrió, en la literatura, mucho de lo que su provinciana realidad, en la norteña ciudad de La Lima, le negaba. A partir de esa epifanía (¿Cortázar?, ¿Borges?), se convirtió en lector vorazmente apasionado. La llegada de internet completó el círculo y lo hizo un cibernauta a la caza del último título publicado en los centros de poder cultural. De la mano de un creativo insomnio ha explorado vetas de gran riqueza: literatura, cine, pintura… Le calza bien aquello de “viajero inmóvil”. De ahí un inusual bagaje de conocimientos que, tal como vemos en buena parte de la narrativa contemporánea, hábilmente entreteje –en auténtica labor de reescritura– en su propia elucubración ficcional. La intención salta a la vista: poner a la literatura hondureña a tono con el pulso del mundo: Roberto Bolaño, Ricardo Piglia, Enrique Vila-Matas, Rodrigo Rey Rosa, Eduardo Halfon... Su primer libro de relatos, Las virtudes de Onán, comprueba que transita por camino seguro. Por otra parte, como cuestión generacional, la condición posmoderna ha permeado su sentir y lo ha dotado de una visión sumamente acre del entorno vital: toda la viscosa realidad del yo y su contexto se lee en el trasfondo de sus relatos. El quiebre conceptual implícito en el cambio de paradigmas conforma la sustancia de la cosmovisión que yace en la estructura profunda de los mismos. Un libro que demanda, pues, una lectura de lo no dicho, de lo sobreentendido: del signo que ha quedado en los entrepliegues de la palabra. Debajo de la apariencia fluyen el asco y el desencanto y uno que otro esperanzado brote. Trasladar en forma literariamente válida el haz de emociones y conceptos surgidos de este caldo de cultivo ha sido posible porque Gallardo posee el penetrante tercer ojo, indispensable para acceder a las entretelas menos gratas de la condición humana. Posee el implacable “detector de mierda” del cual hablaba Hemingway y, para fortuna de nuestras letras, no tiene ningún empacho en hacer de ella la argamasa esencial del trabajo creativo. Ese es el origen de su iconoclasia. Procediendo con analogías, Gallardo arremete sin piedad contra cualquier situación, personaje o entidad que, a su juicio, refleje un antivalor. Especialmente es cáustico contra la mediocridad ambiente. Sobre todo con aquella que, en una u otra forma, se relacione con la literatura. También es provocativo. No se inmuta ni se reprime para decir lo que, a su juicio, tiene que decir. Resumiendo: un escritor informado, penetrante, iconoclasta y provocativo. Cuatro condiciones que revelan su explosividad en “Las virtudes de Onán”, relato cuyo protagonista, significativamente, percibe un “agujero océano” exactamente del “lado izquierdo del pecho”.

Helen Umaña, Nota para la contraportada de Las virtudes de Onán

Epígrafes

“No me gustan nada las personas campechanas. Si de ellas dependiera, la literatura ya habría desaparecido de la faz de la tierra. Sin embargo, las personas “normales” son muy apreciadas en todas partes… Odio a esta gran parte de la humanidad “normal” que día a día destruye mi mundo. Odio a la gente que es de una gran bondad porque nadie les ha dado la oportunidad de saber lo que es el mal y entonces elegir libremente el bien; siempre me ha parecido que este tipo de gente bondadosa es gente de una maldad extraordinaria en potencia. Los detesto, muchas veces pienso al igual que Zelda y les veo como a unos hijos de puta”.
Enrique Vila-Matas, El mal de Montano.

“La auténtica realidad es mucho más que “el contexto socio-histórico y político”, la realidad soy yo y setecientos millones de chinos, un dentista peruano y toda la población latinoamericana, Óscar Collazos y Australia, es decir el hombre y los hombres, cada hombre y todos los hombres, el hombre agonista, el hombre en la espiral histórica, el hombre sapiens y el hombre faber y el hombre ludens, el erotismo y la responsabilidad social, el trabajo fecundo y el ocio fecundo; y por eso una literatura que merezca su nombre es aquella que incide en el hombre desde todos los ángulos (y no por pertenecer al tercer mundo solamente o principalmente en el ángulo sociopolítico), que lo exalta, lo incita, lo cambia, lo justifica, lo saca de sus casillas, lo hace más realidad, más hombre, como Homero hizo más reales, es decir más hombres, a los griegos, y como Martí y Vallejo y Borges hicieron más reales, es decir más hombres, a los latinoamericanos.”
Julio Cortázar, Literatura en la revolución
y revolución en la literatura.

Y tu mamá también

Fue entonces cuando empezó a entender lo que antes le resultaba totalmente incomprensible; pero la dimensión de la afrenta que su padre infligió a su esposa continuó fuera de alcance, como un secreto doloroso, inconfesable.

-Mejor deberías salir de ahí, Virgilio, antes que venga tu mamá. Hace un buen rato que se fue a visitar a doña Olga y no tarda en regresar.
-Ya voy, ya voy, sólo doy otra vuelta más en la bicicleta.

La rueda del frente anda mal, se atasca, hace que vibre todo el armatoste. Llegas frente a la puerta del cuartito donde vive la sirvienta, te acercas para ver la rueda. Mmmmm… Mmmmmm. Los gemidos son cortos pero intensos, te acercas a la puerta, pero no escuchas más, tal vez sería mejor por la ventanita de al lado. Ya tu mamá le había dicho a Patty que no anduviera metiendo a nadie a la casa, que su cuartito era una dependencia de la casa grande y por lo tanto tenía que respetarla, pero era necia la jodida. Ya está, una piedra grande y el pie izquierdo apoyado sobre ella, un equilibrio precario, pero se oye mejor: una voz bronca que susurra, y los gemidos de la mujer, porque ahora sí sabes que es una mujer, son cada vez más intensos, como si tuviera los labios apretados contra los dientes. Se oyen otros ruidos, la cama que chilla con cierto ritmo y el respaldo que golpea contra la pared.
Entonces recuerdas el agujero. Sí, el que abriste con José.

-No seas tonto, si a todas las “trabajadoras” les gusta que las mire el hijo del patrón, además la Patty siempre se anda riendo y con esas falditas cortas.
-No sé, es que mi mamá se puede enojar.
-Vamos, sólo echamos una miradita y ya estuvo.

La Patty tardaba en salir. Casi a la una de la tarde lavó el último plato y se quitó el delantal. A esa hora ya don Julio había regresado al banco y la señora se acostaba a descansar, y Virgilito pues a saber adónde se había metido. Tenía ganas de bañarse, sentía que el sudor le corría entre los senos, bajaba haciendo una escala en el ombligo y después se le metía entre las piernas. Casi sin pensarlo, las apretó y se pasó la mano por las caderas. Sí, necesitaba un baño.
El chorro de la regadera sonaba con fuerza. A Patty lo que más le gustaba de trabajar en la casa de los González era que tenía su propio cuarto. “El cuartito”, le decían, pero para ella era su mundo propio, con baño incluido.
Ya se había quitado el sostén y el hilo dental. Sus amigas del pueblo se morirían de envidia si le vieran la ropa interior que ahora usaba. Ya habían pasado al olvido los “paracaídas”, enormes calzones que se arrugaban por todos lados, con los que llegó a la casa. Ahora, para ella, hasta los bikinis eran cosa anticuada. Desde que la señora le dio un catálogo de Avon y vio los hilos dentales, para Patty no hubo descanso hasta que se agenció el primero. Era negro, diminuto como todos los de su clase, y para la muchacha representaba el colmo de la coquetería y la moda femenina. Ese domingo se puso la minifalda negra y la blusita sin mangas, se calzó las nuevas sandalias que le había regalado la patrona y se fue para la kermés. Su éxito fue inmediato, todas sus amigas le preguntaban si no andaba nada debajo y, en el colmo de la incredulidad, hasta le pasaban la mano por encima para sentir la prenda. Tuvo que llevarlas al baño y mostrarles el “secreto”, que después fue moda adoptada sin restricciones.

-Verdad que te dije que no usaba nada debajo.
-No seas bruto, sí usa, pero es chiquito, sólo cubre adelante y atrás no tiene nada o se le mete en las nalgas, no sé.
-Mirá, mirá, ya se quedó pelada.

Casi sin quererlo, de manera automática, te empezaste a pasar la mano por la entrepierna, arrugando el pantalón corto. Cerca, sentías la respiración agitada de José, y los susurros casi en tu oreja: “qué rica está”. La mano había perdido su timidez y ahora se metía en el interior del pantalón. Ni te diste cuenta cuándo te bajaste el zíper. Ahora ya había eliminado el obstáculo del calzoncillo y se había prendido como desesperada del apéndice carnoso, que a estas alturas se había hinchado, con las venas como de anciana varicosa. A José sólo le oías allá, a lo lejos, que murmuraba la letanía: “qué rica, ay Patty, qué rica…”
El agua cayendo a cascadas por todo el cuerpo, un seno casi sonrosado que emerge entre la tempestad con el pezón erecto y la aureola congestionada, las gotas de rocío prendidas de la mata de vellos, de una negrura que contrasta con la palidez de la piel que la rodea, la mano se desliza por el contorno casi escandalosamente curvo de una nalga, las piernas se apoyan con más firmeza y el torso se inclina en un movimiento medido, la visión de los pliegues más oscuros que se entreabren mostrando una humedad más íntima…
Ahora ya no puedes parar, la mano se agita, frenética, y sólo escuchas a José que detrás de ti exhala el último “Patty” con acento de náufrago. A ti también te sobrevienen los espasmos finales y la mano se inunda con un chorro caliente y espeso. José murmura algo, pero ya no escuchas nada, ya nada te importa.

Para verdades, el tiempo

“El sueño, autor de representaciones, en su teatro sobre
el viento armado, sombras suele vestir de bulto bello”.
Góngora

Buen poeta, joven, de rasgos agradables. Hasta dan ganas de comprar su libro. Hacía tanto tiempo que no sentía esta emoción y cuanta falta que me hacía. Tengo a mi Don Juan, es cierto, pero ahora me doy cuenta que me faltaba algo: “no sólo de carne vive la mujer”. Y este poeta va por buen camino, a pura palabra hizo llover sobre mojado. Hacía tanto tiempo que no sentía esa íntima inquietud, ese cosquilleo incitante, ese renacer de la vida que parece resumirse en el clítoris y sus latidos. Y todo pasa sin que medien caricias, sin un roce. Aunque mi Don Juan no es de roces, es bombeo puro y despiadado, ritmo sostenido y elocuente.

Me lo firma, por favor. Es simpático, no para de reír, hasta parece que tiene grabada la sonrisa en su rostro, pero no es fingida, es simple, auténtica y hasta ingenua. Y cuánta falta que me hacía la frescura. Mucha carne, mucho peso, necesito un poco más de levedad, de juego… ¿de amor? Ay, ya me entró la nostalgia. Apenas veintinueve, bueno ya me faltan días para cumplir los treinta, pero sigo en forma, me mantengo, como dicen, tengo las piernas y las nalgas firmes y en cuanto al busto no he tenido problemas, quizás por el tamaño: “la teta que en la mano te quepa”, reza el adagio español, nada de abundancias, nada de excesos, pequeñas, pero bien hechas.

Está bonita. Rostro atractivo, a secas, sin mayores comentarios, porque si seguís insistiendo en el análisis le puede salir el parecido a Asturias. Buen cuerpo, tampoco impresionante, como para detener el tráfico; mejor así, hay que pensar en clave artística y ya me critican mucho mi tendencia boteriana, así que un poco de mesura cae bien. Quizás hasta pueda ser calificada de flaca, pero con forma, nada de tendencias esqueléticas, como le gusta a mi amigo el poeta sin obra ni gracia, cuyas preferencias casi rondan la anorexia. Me resultó simpática, se mira inteligente, su conversación es fluida y me compró el libro (lástima que todo el billete vaya a parar en manos del editor, pero qué se le va a hacer, es lo malo de estas ediciones primerizas). Se lo dediqué con ganas y con imaginación: hasta creo que le gusto, me veía con insistencia y parecía…

No está mal, definitivamente no está mal. Tal vez si fuera más alto, y si dejara de reírse tanto. Hasta parece un tic nervioso. Pude observarlo mientras estaba con sus compañeros de mesa, antes de iniciar la presentación, y era lo mismo: sólo la risita como esculpida en la cara, eterna, casi hasta tonta, como tratando de agradar o de parecer gracioso a tiempo completo. Pero no, dejémoslo ahí, es dulce y punto, y es poeta. Tal vez, podría ser, bueno, mejor espero a conocerlo un poco mejor, pero lo cierto es que ya bastante tengo con las críticas de mi hermana Sonia, quien no para de darme lata con lo de mi Don Juan. Pero así es la vida y cada quien tiene su gracia. Y Don Juan la tiene, vaya que sí la tiene, al menos para mis gustos, al menos para agradarme, para satisfacerme, que al final es lo único que importa. Mejor ya no sigo con pensamientos inútiles y me voy acercando a mi poeta dulce, que ya lo veo con ganas de hablarme, pero como que no junta ganas (o valor)…así que mejor me voy acercando…

Y ahí viene la sicóloga, creo que la impresioné. Lástima que este Simón no se me despega. Y es que anda con su sed inagotable y cervecera y quiere que nos vayamos, qué joder, como si fuéramos siameses. Pero ya mi Julieta está cerca y no hay más remedio: putear a Simón, mandarlo a que platique con los otros poetas y quedarme hablando con mi chapina.

Bueno, ya estuvo todo. Ya tengo su e-mail (por cierto, de donde habrá sacado esa dirección tan rara, debe ser porque es poeta, si no, cómo se explica ese avidovate@gmail.com). No costó tanto, incluso lo noté un poco ansioso. Se mira que anda un poco sacado de onda, las palabras se le tropezaban en la boca y apenas pudo echarme un piropo medio cursi, pero intenté mi mejor sonrisa y se salvó la situación, es obvio que se sintió inteligente y hasta hombre de mundo en su primera conquista extra-fronteras. Mejor así.

Definitivamente que la sicóloga está impresionada. Hasta me repitió el verso aquel de “muerte no te sientas orgullosa” para referirse a mi poemario. Y cuando le eché el piropo sobre su “cuerpo de modelo” hasta se le salió la sonrisa de mujer fatal. Y es que después de la lectura, los aplausos, la firma de autógrafos y dos copas de vino me siento más confiado. Y creo que ella lo notó porque me miraba como queriendo adivinar lo que yo estaba pensando, seguramente intuía algo sensual, erótico, tal vez hasta pornográfico, pero como dijo Palacios: “lo que mi señor piensa sólo mi señor lo sabe”. Y yo soy así, hermético y misterioso como poeta maldito. Veo que la chapina ya se va, se acaba de despedir del editor y, desde la puerta, me envía una última sonrisa con aroma a pecado. Ahora sí quiero una cerveza, mejor busco al Simón que ya debe haber encontrado su fuente de abastecimiento. Aunque a veces me saque de quicio pues la verdad es que somos colegas y además paisanos en tierra extraña.

¡Ah mi poeta! Definitivamente ingenuo y hasta romántico, pero tiene su gracia ese aroma añejo, con aires de idilio decimonónico. Incluso, para qué negarlo, hasta me excitó un poquito su pose de caballero defensor del amor cortés. Bueno, tal vez me excitó bastante, al menos lo suficiente para que ahora aprete el acelerador hasta el fondo con la esperanza de llegar al café antes de la hora de cierre, con la esperanza de encontrar a mi Don Juan. Le pediré perdón, le diré que nunca más asistiré sola a un evento cultural. No mi chaparro, no mi King Kong de bolsillo, si no es que me apena que te vean a mi lado, es por la imagen del negocio…es más factible que alguien se decida a visitar un café cuando ha conocido a su dueña y ella le ha invitado y anda sola y parece que está disponible, que si la ven en compañía de un hombre. It’s only business mi Don Juan.

[“…es un cuadro caracterizado por una persistencia de la erección no acompañada del deseo sexual ni seguida de eyaculación. Pueden distinguirse dos tipos de priapismo: primario o idiopático y secundario. El primario, representa el 45 al 60% de los casos, desconociéndose por completo las causas responsables. Podría ser una erección que se prolonga en el tiempo a pesar de haber cesado el estímulo sexual.” Cesado el estímulo sexual, qué va, lo mío no está en los libros, lo mío es otra cosa. Menudo vía crucis: primero el doctor amigo del amigo que me “descubrió”, luego el paso a paso por los hospitales del estado, después la etapa intensiva de las clínicas particulares, sin contar el rosario de internistas y sexólogos, todos interesados “en-conocer-el-caso”, todos con la mejor intención de “ayudarme”, aunque en el fondo sólo acumulaban experiencias suficientes y documentadas para volverme un “caso”. Pérdida de individualidad, adiós a mi nombre, no más Armando, sólo existe el tema insólito en la literatura médica: el príapo inexplicable. Mejor sigo leyendo: “Entre las causas mecánicas que pueden provocar el priapismo se destacan los traumatismos del pene o pélvicos, infecciones como una prostatitis, tumores de vejiga, próstata o recto y trastornos de la coagulación”. Nada de nada, ni un golpe, ni un pelotazo inmisericorde mientras jugaba fútbol con los amigos del barrio, ni siquiera un accidente mínimo al subir la cremallera después de orinar, nada, ni siquiera una mínima infección, mucho menos la gonorrea de regla entre los que se estrenan con putas. Cientos, quizás miles de exámenes y nada: vejiga (excelente estado), próstata (parece la de un niño de 10 años, pese a que ya tengo 38), colon (en paz, gracias a una dieta rica en fibra). Y entonces, ¿deberé resignarme a mi esclavitud?…]

Mirá Simón, para mí la literatura es algo que te nace, que traés en los genes y tarde o temprano se manifiesta, pero si no tenés lecturas, si no te formás un acervo, te vas a quedar varado en la acera, segurito que no pasás de poeta pueblerino. Si, pero vos sabés que también hay algo con la muerte man, eh, eh, mirá cuántos grandes poetas se han suicidado, y hasta narradores, eh, eh, sólo para que te fijés, vos que sólo vivís renegando de la poesía, eh, eh, Hemingway se pegó un solo escopetazo. Sí Simón, pero como buen narrador hasta en eso demostró valor, tuvo la entereza de hacerlo sin lugar a ninguna duda, no como tu Panero que no junta cojones y ha caído en un círculo vicioso de intentos de suicidio y estancias en manicomios, eso no tiene ningún valor, eso más bien te degrada. Mirá man, eh, eh, yo creo que no has leído bien a Panero, eh, eh, tenés que leer a los simbolistas franceses para entenderlo…No Simón, no tengo necesidad de leerlo más porque ya su vida me mostró su esencia: si quiere suicidarse que compre una buena escopeta, después se mete el cañón en la boca y ya… se acabó todo y sus libros se van vender como pan caliente. Como podrás ver, es lo que te estaba diciendo, en esta vaina de la literatura la mejor tajada siempre es para el editor, si el libro no se vende pues lo “mercadea” en combo, tipo comida rápida, y si es bueno pues gana, y si por esas casualidades de la vida el poeta se suicida pues hizo el gran negocio de su vida, porque poeta y suicida es gancho irresistible para el lector masa, el-lector-amante-de-paulo-coelho, el que no tiene criterio, el que compra lo que el marketing le indica. Yo creo que vos no entendés man, eh, eh, deberías ver mi poema, el que aparece en mi octavo libro todavía inédito, eh, eh…Mirá Simón, yo sólo quiero ver a mi musa, sobre todo ahora, cuando parece que la ebriedad no me abandona…

Noche de samba bárbara

“Y el mundo se convirtió en un país extranjero
donde ya no había necesidad de huir ni de volver a casa.”
Peter Handke, Lento regreso.

Acostado en una buhardilla de la Stuckgasse, en su Viena natal, Heimito Künst tenía varios días casi sin comer, con su mente totalmente ocupada en recordar cada detalle de su reclusión en la cárcel de Beersheba y, sobre todo, intentando recrear cada palabra que compartió con su amigo del alma, el buen Ulises Lima. Pero también recordaba las picadas de los alacranes y la fiebre y el frío que le acosaban mientras se escondía en el desierto detrás de la roca amarilla. Y el ruido sordo de las máquinas que los judíos utilizaban para fabricar bombas atómicas en sus instalaciones secretas ubicadas en el subsuelo del desierto, y al buen Ulises, que siempre le cedía la mitad de su comida. También recordaba el corto tiempo que ambos compartieron en Europa y lo que le pasó al buen Ulises y el día en que se separaron, cuando su amigo le dijo: “Cuídate, manténte en forma Heimito”. Nunca más lo volvió a ver.

Heimito decidió viajar a América Latina. Primero pensó en irse a México, la tierra natal del buen Ulises, pero después recordó la frase de su amigo: “Nunca vayas a México, Heimito; México es para los mexicanos, nunca lo entenderías y sufrirías mucho”. Y Heimito creía en el buen Ulises. Por eso, cuando por fin le dieron la herencia tan esperada, sin pensarlo dos veces entró a la primera agencia de viajes que se cruzó en su camino. Una vez dentro de la agencia, explicó claramente a la joven empleada que le facilitara información sobre los destinos más recomendados en América Latina. Puede ir a Argentina o a Chile, le dijo la joven rubia, allí encontrará que los germanos hemos dejado nuestra impronta: vinos y salchichas, cerveza y chucrut. Empezaban mal, Heimito no quería eso. Ah, un joven aventurero, insistió la empleada, pues debe ir a Centroamérica: selva y mar, revoluciones y dictadores, playas paradisíacas y ruinas mayas, usted debe ir a Guatemala o a Honduras. ¿Cómo dijo?, le preguntó Heimito, ¿cuál fue ese último nombre que dijo? Honduras, se apuró la joven. Sí, Honduras, allí es adonde quiero ir.

Luego, ya en su buhardilla y con un cigarrillo encendido que cuelga de sus labios, Heimito revisa los panfletos que la joven, quien ahora yace desnuda a su lado, le entregó hace apenas unas horas, después que le extendiera su boleto Viena-Madrid-Miami-San Pedro Sula. Agradecido, Heimito la invitó a tomar una cerveza y después de que ella le acariciara el pene -sin demasiados remilgos, pero bajo la mesa- se la llevó a su nido, donde fornicaron con juvenil entusiasmo.

Después de revisar con atención los panfletos, Heimito había decidido establecer a San Pedro Sula como su “base de operaciones”, y desde esa ciudad emprendería incursiones a Copán, donde vería las ruinas mayas, y a Roatán, donde se entregaría a los “placeres tropicales” (léase “búsqueda de inéditas experiencias sexuales con voluptuosas hembras locales”) en el último de los paraísos prometidos: un lugar exótico llamado West End.

El viaje fue largo, pero sin incidentes. Los trámites de aduana en el aeropuerto de San Pedro Sula estuvieron marcados por la excesiva gentileza del agente de Migración, quien le sonrió en todo momento y cuando le devolvió el pasaporte le dijo: “Bienvenido a Honduras don Jaimito, que la pase bien”.

Tras un corto trayecto en el autobús del aeropuerto, se instaló en un hotel ubicado frente al parque central. La habitación estaba limpia y el botones agradeció con una enorme sonrisa y un “Thank you míster” los cinco dólares que Heimito depositó en sus manos una vez que tirara su mochila tamaño king size sobre la cama. Pues bien -pensó Heimito, una vez que se cerrara la puerta- ya estoy en Honduras.

Esa misma noche visitó el bar del hotel, que lucía un decorado propio de película norteamericana de lo años 60. Allí le sorprendieron dos cosas: la buena calidad de la cerveza, marca Salvavida, y las piernas de la mesera que le atendió, una trigueña de cintura fina y sonrisa fácil. A Heimito se le encendía la entrepierna cada vez que ella le decía: “le sirvo otra señor”, por lo que se vio obligado a decir sí toda la noche. Pero cuando cerraron el bar, al filo de la medianoche, sólo pudo enviarle una sonrisa de náufrago a la mesera de las piernas divinas y dejarle una más que generosa propina. Esa noche Heimito se acostó con una alegría desconocida y, extrañamente, no soñó con Israel, ni con el desierto ni con las bombas. Tampoco soñó con Ulises.

Al día siguiente, Heimito se levantó con un ánimo excepcional, bajó en el ascensor, atravesó el lobby y se instaló a orillas de la piscina, donde –animado por el recuerdo de la mesera de la noche anterior- esperaba encontrar más beldades trigueñas, de cintura fina y sonrisa fácil; pero el corazón se le achicó al escuchar el parloteo de unas gringas rubias e insípidas que chapoteaban con parsimonia de manatíes en medio de las aguas. Casi no escuchó a la mesera cuando le preguntó por su “pedido”, pero una vez que volvió al mundo, Heimito supo que deseaba una cerveza, “y que sea Salvavida, por favor”.

Aún era temprano y ya Heimito acumulaba tres cervezas entre pecho y espalda. Mientras se decidía a pedir la cuarta, vio que un nuevo enjambre de insípidos se amontonaba alrededor de la piscina, luego escuchó el llamado de un individuo vestido como explorador del siglo XIX, quien los convocó a arreglar sus cosas para “partir a Copán”. Heimito rebuscó en su mochila hasta encontrar el papel que decía “Green Forest Tours. Las ruinas mayas de Copán y el Caribe hondureño al alcance de su mano.” Y “Green Forest” se leía en el logo de la camisa del explorador. No, Heimito no viajaría con los insípidos.

Casi hora y media después, Heimito se acomodaba como un jeque en el asiento delantero del taxi 2666, mientras Rodolfo el taxista, su nuevo amigo hondureño, le alargaba una humeante bacha. Mientras le jalaba con delectación al purito, Heimito ya oficiaba como discípulo de Pangloss y no dejaba de pensar que vivimos en el mejor de los mundos posibles, que lo que nos ocurre es siempre lo mejor y que esa marihuana merecía un lugar privilegiado en el Cannabis Hall of Fame. A Rodolfo lo conoció apenas había dado unos pasos fuera del hotel. Mientras varios taxistas vociferaban en lenguas extrañas, a Heimito le cayó en gracia ver a un gordo bonachón reclinado sobre su blanca máquina, en la que destacaba el número 2666 en letras negras con una orla roja. El gordo mordisqueaba una naranja como si nada existiera a su alrededor, lo que finalmente le hizo a Heimito decidirse a llamarlo. Unos minutos después ya habían arreglado el precio por llevarlo a Copán y cuando Heimito quiso explorar la posibilidad del regreso, Rodolfo se limitó a decirle: “Primero lleguemos, ahí después hablamos de la vuelta”.
Después de cargar gasolina y salir a carretera abierta, Rodolfo se sacó el cigarrito de marihuana de la bolsa izquierda de su camisa y, sin pensarlo demasiado, le ofreció un jalón a Heimito, quien tampoco mostró demasiados remilgos para aceptarlo, por lo que a los pocos minutos ya se trataban como hermanos de hierba. Luego, unos kilómetros más adelante, pararon al frente de un pequeño restaurante ubicado a orillas de la carretera. Adentro sonaba una canción que a Heimito le sonaba como un lied y, aunque no entendía una palabra, estaba seguro que se refería a las confidencias del corazón y la intimidad amorosa. La sensación se acentuó luego de haberse empinado cuatro cervezas, que en el caso del gordo prácticamente se esfumaban a un ritmo sorprendente, incluso para un inveterado brewermeister como Heimito. Mientras el gordo bromeaba con otro parroquiano, Heimito pensaba en el buen Ulises. El resto del viaje Heimito lo pasó dormitando, tratando de no pensar en nada.

Las virtudes de Onán

“No la puedo contrariar:
la vida es un sueño fuerte
de una muerte hasta otra muerte
y me apresto a despertar.”

Severo Sarduy, In my beginning is my end.

I
Llámenme Onán, le dijo un día a la pandilla de Don Gato. Y no pregunten por qué, agregó, sólo piensen en la simiente derramada. Era viernes de cerveza y mota, como todos los viernes y como casi todos los días. Casi todos los días. Lindos tiempos aquellos y más lindo tu Macondo privado en que Mary Jane no era perseguida y la raza aún vivía la resaca de Woodstock y Bangladesh y éramos idealistas y no queríamos conquistar el mundo ni ser importantes ni toda esa mierda de ser algo en la vida, éramos nihilistas sin saberlo y la nada era nuestro todo.
En aquel tiempo, y sin haber leído Rayuela ni ser fanáticos de Siddhartha, ya acariciábamos una suerte de nirvana tercermundista y accedíamos, vía fervorosos jalones a la bacha de mota, a esa realidad otra que La Maga buscaba detrás de las nervaduras de una hoja en sus andanzas por callejuelas y cafés parisinos. Y todo lo aderezábamos con música, que en esa época la entendíamos como un universo cerrado, hermético quizás, donde no cabían más que las cuatro letras eternas y excluyentes: “ROCK”. Y por rock entendíamos Black Sabbath, Yes, Jethro Tull, Led Zeppelin, Pink Floyd, Doors, el selecto grupo, las grandes ligas, y luego venían una serie de dioses menores: Eagles, ELP, Boston, BTO, U2, The Police, Supertramp, Alan Parsons, et. al., y para las bajonas recomendábamos a Wakeman y sus siete esposas, cómo no, y para curarte a fondo las melancolías “en cero” (no beer & no cannabis) nada mejor que Cat Stevens y su triste Lisa. En aquellos tiempos modernos no había libros de autoayuda ni coritos de mierda ni grupos de rockeritos descafeinados, tampoco se había inventado la mariconería esa del rock en español (qué insufrible hubiese sido que nos quisieran hacer tragar a esos baladistas anoréxicos que hoy tratan de emular a Jim con baladitas reconvertidas y des-entonadas con espantoso acento argentino); no, en ese tiempo todo era duro y sin medias tintas. “No existen ideas generales”, repetía con aires de suficiencia encaramado en la barra del “Nueva York nunca duerme” a todo aquel que quisiera oírme; “o somos extremos o no somos nada”, mascullaba enfático. Y la pandilla de Don Gato asentía levantando las Salvavidas hacia el cielo raso pintado o despintado de azul horroroso, pero que yo alababa con entusiasmo y le llamaba nuestro cielo protector, después de haberme regodeado con las andanzas de Kit, Tunner y Port. Qué noche aquella. Fue cuando les contaste la historia de las tres muchachas cuyo sueño era tomar té en el Sahara. Pues ya les digo, de ahí viene Tea in the Sahara, les repetías; The Police se inspiró en la historia de Outka, Mimouna y Aicha, les decías; y después viene Wrapped around your finger sonando en la rockola y entonces retomabas la referencia bizantina y dabas fe de la alusión a las rocas asesinas de Escila y Caribdis… y así se iba la noche y Prim se limitaba a repetir: “Ah, este pequeño Larousse…” Hermosos tiempos modernos sin espacio para la mediocridad, no había nada light, ni cervezas Bahía ni Port Royal, ni cigarritos de amanerado, o Salvavida de camionero o nada, Belmont rojo y Pinares y mota a discreción, comprada en El Progreso, donde Mélida, siempre generosa con el escote y con la probadita, el jalón que te anticipaba el nirvana, el último tren a Londres, stairway to heaven… Pero ahora eras Onán, el que derrama la simiente, el eterno incomprendido, el falso masturbador, o el gran masturbador (no, ése es de Castellanos Moya), al que castigan por…aunque viéndolo bien creo que su castigo fue justo, por hipócrita, vicio que debería ser penado siempre con severidad, y luego porque dejó a Thamar insatisfecha, cosa mala por cierto, tan mala que la necesitada muchacha, o tal vez no era ni tan muchacha, sobre todo atendiendo al hecho que en la Biblia la gente vive matusalénicas jornadas y los viejitos son excepcionalmente potentes, como ya se vio con Abraham, y como se verá con Judá quitándole las ganas a su nuera y haciéndola concebir un hermoso par de críos, y luego justificando tal cosa, aunque quizás esta justificación no sea del agrado de las feministas de este nuevo siglo, a quienes es muy probable que tampoco les guste la frase relacionada con las ganas, porque ellas aseguran que no les dan, y se declaran falofóbicas. Pero esa ya es otra historia y mejor les cuento la de Onán, al menos por partes, así como la voy investigando, y también como la imagino o como la reescribo, porque desde que ando en esto de la lectura –o de las letras, como me gusta decir para darme importancia- me da por reinventar historias o por plagiarlas, pero a mi gusto, tomando argumentos prestados. Es la poética del palimpsesto, les digo a unos empleados de la bananera, quienes han estado poniendo oídos a mi charla con el Socio, a quien, como habrán de suponer, le estoy contando por enésima vez todo este cuento. Lo bueno es que el Socio tiene más paciencia que Penélope y nunca hace mala cara a mis disquisiciones, además él no fuma, sólo es devoto del lúpulo y la cebada, así que lo toma todo con calma, como si fueran loqueras de marihuanero, como en efecto pueda que sean, aunque tal vez no, en fin, quién sabe, lo cierto es que para efectos de esta historia soy Onán y así quiero que me llamen.

El discreto encanto de la H

“No debes decir que me comprendes.”
Kafka en carta a Max Brod.


Cercado desde sus orígenes por la polémica, el absurdo y la modestia, su encanto, no obstante, se ha ido afirmando con la sorda persistencia que algunos envidiosos definen como característica inconfundible de los mediocres exitosos, condición sine qua non de quienes ven al mundo, pese a sus obvias limitaciones, como el teatro incuestionable de sus hazañas, el espacio vital en donde están predestinados a escribir la gesta inmarcesible de su doméstico triunfo histórico. Y así, con el discreto encanto del convidado de piedra, nombre y gentilicio campean a lo largo de las mejores páginas de la literatura universal, siempre asequibles para la pluma indecisa cuando de exhibir exóticos bizantinismos se trata.

Algo de su honda trascendencia atrajo a Vila-Matas, y al escribir Bartleby y compañía decidió incluir una referencia capciosa a un incierto colectivo de escritores hondureños que escribieron varias de las obras de B. B. Traven, el elusivo autor de El barco de la muerte y El tesoro de la Sierra Madre.

En su afán por resolver el enigma Traven (¿Quién fue Traven? ¿El cerrajero polaco llamado Feige? ¿O Ret Marut, el actor que se convirtió en periodista radical en la ciudad de Munich? ¿O el emigrante alemán o tal vez noruego que se llamaba Traven Torvsan y desembarcó en Tampico en 1942? ¿O sería el Hal Croves que en 1947 se presentó ante John Huston como el agente del autor de El tesoro de la Sierra Madre? ¿O, en otra desopilante versión, será que se trata del hijo ilegítimo, producto de los amoríos del Kaiser Guillermo con la actriz llamada Helen Mareck o Helen Maret?), Vila-Matas abreva de todas estas historias, pero es evidente que el narrador español se ve seducido por el discreto encanto al plantear la hipótesis que bajo el nombre B. Traven se escondía, en realidad, un colectivo de plumas nacionales, y así a la altura de la página 176 asegura: “Cuando se estrenó la película se puso de moda el misterio de la identidad de B. Traven. Se llegó a decir que detrás de ese nombre había un colectivo de escritores hondureños”. Tito Monterroso, a quien las narraciones de Vila-Matas le parecían poco menos que admirables, aseguró -en una entrevista publicada por la revista “Lateral” poco antes de su fallecimiento- que “la hipótesis no me parece tan descabellada, probablemente se trate de un grupo coordinado por mi viejo amigo Óscar Acosta, a quien siempre le han apasionado las ficciones misteriosas y retorcidas”.

Ni siquiera Borges pudo sustraerse a su encanto. En Borges. Esplendor y derrota, María Esther Vázquez afirma, en la página 350, que el ilustre narrador argentino pasó largos días cavilando sobre la posibilidad de ubicar el aleph a inmediaciones de la calle Honduras. Aunque Borges aclaró en su momento algunas claves personales que aparecen en “El Aleph”, Vázquez advierte que Georgie encontraba una “hermosa y bizarra analogía entre su esfera tornasolada de casi intolerable fulgor y la recia hondura del centroamericano onomástico, sin embargo, a última hora, en una decisión quizás influenciada por alguna charla con su madre, optó por la añeja casa de la calle Garay para que fuera el albergue del aleph de Carlos Argentino Daneri”. Esto no debe extrañarnos, ya conocemos la devoción de Borges por su madre y los gustos aristocráticos de doña Leonor que obviamente influyeron para que el nombre de la calle escogida evocara al segundo fundador de Buenos Aires: Juan de Garay (1528-1583), explorador y colonizador español.

Sobre este tema, el poeta Oscar Acosta, entrevistado por Carlos Rodríguez para la sección “El Personaje” de La Prensa, señaló que “en Borges quizás haya influido la fraterna amistad que desarrolló con el escritor hondureño Arturo Mejía Nieto, con quien compartieron intensas charlas en la sede de la Sociedad de Escritores Argentinos, junto a otros autores como Eduardo González Lanuza, Horacio Rega Molina, Evar Méndez, Conrado Nalé Roxlo, Norah Lange, Ricardo Molinari, Carlos Mastronardi, Roberto Arlt, Raúl González Tuñón, Nicolás Olivari, Jacobo Fijman y otros más.”

Más adelante, Acosta le dice a Rodríguez: “Tal vez fue durante una de esas tertulias que Borges supo de Honduras –a través de Mejía Nieto- y pensó en ubicar su aleph en la calle Honduras, para reforzar el simbolismo, pero luego pudo más la influencia de su madre y se decidió por la calle Garay, como refiere la señora María Esther Vázquez en su libro, aunque le aconsejo que investigue otras versiones, por ejemplo, le recomiendo la biografía de Borges escrita por Volodia Teitelboim, tal vez allí encuentre nuevos datos.”

Pero otro porteño de nuevo cuño, Alan Pauls, se dejó querer por la musicalidad abisal de su nombre y lo escogió para una de las últimas direcciones conocidas de ese vampiro detestable llamado Sofía, precisamente adonde se llevará al pequeño Lucio, disparatado secuestro que marca el final del matrimonio de Rímini y Carmen y, además, se convierte en el simbólico primer escaño del protagonista en su desbocado descenso a los infiernos. El episodio es entrecortado y sibilante -como la tos de un enfermo de enfisema- pero su simbología es clara, la asociación del nombre con el inicio de la debacle de Rímini: “Finalmente subió, mientras rumiaba una vaga represalia contra la zapatería o la marca, y al oír la dirección que daba Rímini –“Bulnes y Beruti, por favor”- corrigió: “Honduras al 3100”. Ante la sorpresa de Rímini, ese espectro vengador llamado Sofía le explicará que fue desalojada de su anterior apartamento mientras estaba en Alemania, pero la declaración final es alegórica in extremis: “Y conseguí Honduras, que tiene mil veces mejor vista”. Y así, en la página 305 de El pasado nos encontramos con que la sima insondable se ha esfumado, como por arte de magia, ante la irrupción de la panorámica altura.

Definido por Roberto Bolaño como un "melancólico que escribe como si viviera en el fondo de alguno de los muchos volcanes de su país", Horacio Castellanos Moya -desde su refugio en Frankfurt- le refirió a Deutsche Welle que, conocedor de su origen centroamericano, Pauls le había preguntado por esa nación de nombre tan recóndito. Castellanos Moya entonces se vio obligado a darle un crash course sobre su país de nacimiento (Tegucigalpa, 21 de noviembre de 1957), aunque le aclaró que, por formación cultural y afinidad electiva, era más salvadoreño que Roque Dalton, declaración que dicho sea de paso cayó como un balde de agua fría sobre los ingenuos pedagogos nacionales, seguidores acérrimos del jus solis, que para ese entonces planeaban otorgarle a HCM un doctorado honoris causa al estilo que acuñaron con Tito Monterroso, a quien importunaron con protocolares razones en su refugio mexicano apenas acabaron de leer Los buscadores de oro. Pero esa es otra historia, lo cierto es que Castellanos Moya le habló a Pauls, quien le seguía con contenida atención, sobre una historia compartida, acerca de la gratuidad del crimen, de los abusos de la derecha y de la izquierda, del deterioro de las utopías revolucionarias y el desencanto que comparten las naciones del istmo centroamericano. Una vez terminó de hablar Lacho, y tras darle una larga chupada a su cigarro, Pauls se limitó a decir: “Es un buen nombre para albergar a Sofía”.