miércoles, 7 de febrero de 2007

Y tu mamá también

Fue entonces cuando empezó a entender lo que antes le resultaba totalmente incomprensible; pero la dimensión de la afrenta que su padre infligió a su esposa continuó fuera de alcance, como un secreto doloroso, inconfesable.

-Mejor deberías salir de ahí, Virgilio, antes que venga tu mamá. Hace un buen rato que se fue a visitar a doña Olga y no tarda en regresar.
-Ya voy, ya voy, sólo doy otra vuelta más en la bicicleta.

La rueda del frente anda mal, se atasca, hace que vibre todo el armatoste. Llegas frente a la puerta del cuartito donde vive la sirvienta, te acercas para ver la rueda. Mmmmm… Mmmmmm. Los gemidos son cortos pero intensos, te acercas a la puerta, pero no escuchas más, tal vez sería mejor por la ventanita de al lado. Ya tu mamá le había dicho a Patty que no anduviera metiendo a nadie a la casa, que su cuartito era una dependencia de la casa grande y por lo tanto tenía que respetarla, pero era necia la jodida. Ya está, una piedra grande y el pie izquierdo apoyado sobre ella, un equilibrio precario, pero se oye mejor: una voz bronca que susurra, y los gemidos de la mujer, porque ahora sí sabes que es una mujer, son cada vez más intensos, como si tuviera los labios apretados contra los dientes. Se oyen otros ruidos, la cama que chilla con cierto ritmo y el respaldo que golpea contra la pared.
Entonces recuerdas el agujero. Sí, el que abriste con José.

-No seas tonto, si a todas las “trabajadoras” les gusta que las mire el hijo del patrón, además la Patty siempre se anda riendo y con esas falditas cortas.
-No sé, es que mi mamá se puede enojar.
-Vamos, sólo echamos una miradita y ya estuvo.

La Patty tardaba en salir. Casi a la una de la tarde lavó el último plato y se quitó el delantal. A esa hora ya don Julio había regresado al banco y la señora se acostaba a descansar, y Virgilito pues a saber adónde se había metido. Tenía ganas de bañarse, sentía que el sudor le corría entre los senos, bajaba haciendo una escala en el ombligo y después se le metía entre las piernas. Casi sin pensarlo, las apretó y se pasó la mano por las caderas. Sí, necesitaba un baño.
El chorro de la regadera sonaba con fuerza. A Patty lo que más le gustaba de trabajar en la casa de los González era que tenía su propio cuarto. “El cuartito”, le decían, pero para ella era su mundo propio, con baño incluido.
Ya se había quitado el sostén y el hilo dental. Sus amigas del pueblo se morirían de envidia si le vieran la ropa interior que ahora usaba. Ya habían pasado al olvido los “paracaídas”, enormes calzones que se arrugaban por todos lados, con los que llegó a la casa. Ahora, para ella, hasta los bikinis eran cosa anticuada. Desde que la señora le dio un catálogo de Avon y vio los hilos dentales, para Patty no hubo descanso hasta que se agenció el primero. Era negro, diminuto como todos los de su clase, y para la muchacha representaba el colmo de la coquetería y la moda femenina. Ese domingo se puso la minifalda negra y la blusita sin mangas, se calzó las nuevas sandalias que le había regalado la patrona y se fue para la kermés. Su éxito fue inmediato, todas sus amigas le preguntaban si no andaba nada debajo y, en el colmo de la incredulidad, hasta le pasaban la mano por encima para sentir la prenda. Tuvo que llevarlas al baño y mostrarles el “secreto”, que después fue moda adoptada sin restricciones.

-Verdad que te dije que no usaba nada debajo.
-No seas bruto, sí usa, pero es chiquito, sólo cubre adelante y atrás no tiene nada o se le mete en las nalgas, no sé.
-Mirá, mirá, ya se quedó pelada.

Casi sin quererlo, de manera automática, te empezaste a pasar la mano por la entrepierna, arrugando el pantalón corto. Cerca, sentías la respiración agitada de José, y los susurros casi en tu oreja: “qué rica está”. La mano había perdido su timidez y ahora se metía en el interior del pantalón. Ni te diste cuenta cuándo te bajaste el zíper. Ahora ya había eliminado el obstáculo del calzoncillo y se había prendido como desesperada del apéndice carnoso, que a estas alturas se había hinchado, con las venas como de anciana varicosa. A José sólo le oías allá, a lo lejos, que murmuraba la letanía: “qué rica, ay Patty, qué rica…”
El agua cayendo a cascadas por todo el cuerpo, un seno casi sonrosado que emerge entre la tempestad con el pezón erecto y la aureola congestionada, las gotas de rocío prendidas de la mata de vellos, de una negrura que contrasta con la palidez de la piel que la rodea, la mano se desliza por el contorno casi escandalosamente curvo de una nalga, las piernas se apoyan con más firmeza y el torso se inclina en un movimiento medido, la visión de los pliegues más oscuros que se entreabren mostrando una humedad más íntima…
Ahora ya no puedes parar, la mano se agita, frenética, y sólo escuchas a José que detrás de ti exhala el último “Patty” con acento de náufrago. A ti también te sobrevienen los espasmos finales y la mano se inunda con un chorro caliente y espeso. José murmura algo, pero ya no escuchas nada, ya nada te importa.

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