“No debes decir que me comprendes.”
Kafka en carta a Max Brod.
Kafka en carta a Max Brod.
Cercado desde sus orígenes por la polémica, el absurdo y la modestia, su encanto, no obstante, se ha ido afirmando con la sorda persistencia que algunos envidiosos definen como característica inconfundible de los mediocres exitosos, condición sine qua non de quienes ven al mundo, pese a sus obvias limitaciones, como el teatro incuestionable de sus hazañas, el espacio vital en donde están predestinados a escribir la gesta inmarcesible de su doméstico triunfo histórico. Y así, con el discreto encanto del convidado de piedra, nombre y gentilicio campean a lo largo de las mejores páginas de la literatura universal, siempre asequibles para la pluma indecisa cuando de exhibir exóticos bizantinismos se trata.
Algo de su honda trascendencia atrajo a Vila-Matas, y al escribir Bartleby y compañía decidió incluir una referencia capciosa a un incierto colectivo de escritores hondureños que escribieron varias de las obras de B. B. Traven, el elusivo autor de El barco de la muerte y El tesoro de la Sierra Madre.
En su afán por resolver el enigma Traven (¿Quién fue Traven? ¿El cerrajero polaco llamado Feige? ¿O Ret Marut, el actor que se convirtió en periodista radical en la ciudad de Munich? ¿O el emigrante alemán o tal vez noruego que se llamaba Traven Torvsan y desembarcó en Tampico en 1942? ¿O sería el Hal Croves que en 1947 se presentó ante John Huston como el agente del autor de El tesoro de la Sierra Madre? ¿O, en otra desopilante versión, será que se trata del hijo ilegítimo, producto de los amoríos del Kaiser Guillermo con la actriz llamada Helen Mareck o Helen Maret?), Vila-Matas abreva de todas estas historias, pero es evidente que el narrador español se ve seducido por el discreto encanto al plantear la hipótesis que bajo el nombre B. Traven se escondía, en realidad, un colectivo de plumas nacionales, y así a la altura de la página 176 asegura: “Cuando se estrenó la película se puso de moda el misterio de la identidad de B. Traven. Se llegó a decir que detrás de ese nombre había un colectivo de escritores hondureños”. Tito Monterroso, a quien las narraciones de Vila-Matas le parecían poco menos que admirables, aseguró -en una entrevista publicada por la revista “Lateral” poco antes de su fallecimiento- que “la hipótesis no me parece tan descabellada, probablemente se trate de un grupo coordinado por mi viejo amigo Óscar Acosta, a quien siempre le han apasionado las ficciones misteriosas y retorcidas”.
Ni siquiera Borges pudo sustraerse a su encanto. En Borges. Esplendor y derrota, María Esther Vázquez afirma, en la página 350, que el ilustre narrador argentino pasó largos días cavilando sobre la posibilidad de ubicar el aleph a inmediaciones de la calle Honduras. Aunque Borges aclaró en su momento algunas claves personales que aparecen en “El Aleph”, Vázquez advierte que Georgie encontraba una “hermosa y bizarra analogía entre su esfera tornasolada de casi intolerable fulgor y la recia hondura del centroamericano onomástico, sin embargo, a última hora, en una decisión quizás influenciada por alguna charla con su madre, optó por la añeja casa de la calle Garay para que fuera el albergue del aleph de Carlos Argentino Daneri”. Esto no debe extrañarnos, ya conocemos la devoción de Borges por su madre y los gustos aristocráticos de doña Leonor que obviamente influyeron para que el nombre de la calle escogida evocara al segundo fundador de Buenos Aires: Juan de Garay (1528-1583), explorador y colonizador español.
Sobre este tema, el poeta Oscar Acosta, entrevistado por Carlos Rodríguez para la sección “El Personaje” de La Prensa, señaló que “en Borges quizás haya influido la fraterna amistad que desarrolló con el escritor hondureño Arturo Mejía Nieto, con quien compartieron intensas charlas en la sede de la Sociedad de Escritores Argentinos, junto a otros autores como Eduardo González Lanuza, Horacio Rega Molina, Evar Méndez, Conrado Nalé Roxlo, Norah Lange, Ricardo Molinari, Carlos Mastronardi, Roberto Arlt, Raúl González Tuñón, Nicolás Olivari, Jacobo Fijman y otros más.”
Más adelante, Acosta le dice a Rodríguez: “Tal vez fue durante una de esas tertulias que Borges supo de Honduras –a través de Mejía Nieto- y pensó en ubicar su aleph en la calle Honduras, para reforzar el simbolismo, pero luego pudo más la influencia de su madre y se decidió por la calle Garay, como refiere la señora María Esther Vázquez en su libro, aunque le aconsejo que investigue otras versiones, por ejemplo, le recomiendo la biografía de Borges escrita por Volodia Teitelboim, tal vez allí encuentre nuevos datos.”
Pero otro porteño de nuevo cuño, Alan Pauls, se dejó querer por la musicalidad abisal de su nombre y lo escogió para una de las últimas direcciones conocidas de ese vampiro detestable llamado Sofía, precisamente adonde se llevará al pequeño Lucio, disparatado secuestro que marca el final del matrimonio de Rímini y Carmen y, además, se convierte en el simbólico primer escaño del protagonista en su desbocado descenso a los infiernos. El episodio es entrecortado y sibilante -como la tos de un enfermo de enfisema- pero su simbología es clara, la asociación del nombre con el inicio de la debacle de Rímini: “Finalmente subió, mientras rumiaba una vaga represalia contra la zapatería o la marca, y al oír la dirección que daba Rímini –“Bulnes y Beruti, por favor”- corrigió: “Honduras al 3100”. Ante la sorpresa de Rímini, ese espectro vengador llamado Sofía le explicará que fue desalojada de su anterior apartamento mientras estaba en Alemania, pero la declaración final es alegórica in extremis: “Y conseguí Honduras, que tiene mil veces mejor vista”. Y así, en la página 305 de El pasado nos encontramos con que la sima insondable se ha esfumado, como por arte de magia, ante la irrupción de la panorámica altura.
Definido por Roberto Bolaño como un "melancólico que escribe como si viviera en el fondo de alguno de los muchos volcanes de su país", Horacio Castellanos Moya -desde su refugio en Frankfurt- le refirió a Deutsche Welle que, conocedor de su origen centroamericano, Pauls le había preguntado por esa nación de nombre tan recóndito. Castellanos Moya entonces se vio obligado a darle un crash course sobre su país de nacimiento (Tegucigalpa, 21 de noviembre de 1957), aunque le aclaró que, por formación cultural y afinidad electiva, era más salvadoreño que Roque Dalton, declaración que dicho sea de paso cayó como un balde de agua fría sobre los ingenuos pedagogos nacionales, seguidores acérrimos del jus solis, que para ese entonces planeaban otorgarle a HCM un doctorado honoris causa al estilo que acuñaron con Tito Monterroso, a quien importunaron con protocolares razones en su refugio mexicano apenas acabaron de leer Los buscadores de oro. Pero esa es otra historia, lo cierto es que Castellanos Moya le habló a Pauls, quien le seguía con contenida atención, sobre una historia compartida, acerca de la gratuidad del crimen, de los abusos de la derecha y de la izquierda, del deterioro de las utopías revolucionarias y el desencanto que comparten las naciones del istmo centroamericano. Una vez terminó de hablar Lacho, y tras darle una larga chupada a su cigarro, Pauls se limitó a decir: “Es un buen nombre para albergar a Sofía”.
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