“Y el mundo se convirtió en un país extranjero
donde ya no había necesidad de huir ni de volver a casa.”
Peter Handke, Lento regreso.
Peter Handke, Lento regreso.
Acostado en una buhardilla de la Stuckgasse, en su Viena natal, Heimito Künst tenía varios días casi sin comer, con su mente totalmente ocupada en recordar cada detalle de su reclusión en la cárcel de Beersheba y, sobre todo, intentando recrear cada palabra que compartió con su amigo del alma, el buen Ulises Lima. Pero también recordaba las picadas de los alacranes y la fiebre y el frío que le acosaban mientras se escondía en el desierto detrás de la roca amarilla. Y el ruido sordo de las máquinas que los judíos utilizaban para fabricar bombas atómicas en sus instalaciones secretas ubicadas en el subsuelo del desierto, y al buen Ulises, que siempre le cedía la mitad de su comida. También recordaba el corto tiempo que ambos compartieron en Europa y lo que le pasó al buen Ulises y el día en que se separaron, cuando su amigo le dijo: “Cuídate, manténte en forma Heimito”. Nunca más lo volvió a ver.
Heimito decidió viajar a América Latina. Primero pensó en irse a México, la tierra natal del buen Ulises, pero después recordó la frase de su amigo: “Nunca vayas a México, Heimito; México es para los mexicanos, nunca lo entenderías y sufrirías mucho”. Y Heimito creía en el buen Ulises. Por eso, cuando por fin le dieron la herencia tan esperada, sin pensarlo dos veces entró a la primera agencia de viajes que se cruzó en su camino. Una vez dentro de la agencia, explicó claramente a la joven empleada que le facilitara información sobre los destinos más recomendados en América Latina. Puede ir a Argentina o a Chile, le dijo la joven rubia, allí encontrará que los germanos hemos dejado nuestra impronta: vinos y salchichas, cerveza y chucrut. Empezaban mal, Heimito no quería eso. Ah, un joven aventurero, insistió la empleada, pues debe ir a Centroamérica: selva y mar, revoluciones y dictadores, playas paradisíacas y ruinas mayas, usted debe ir a Guatemala o a Honduras. ¿Cómo dijo?, le preguntó Heimito, ¿cuál fue ese último nombre que dijo? Honduras, se apuró la joven. Sí, Honduras, allí es adonde quiero ir.
Luego, ya en su buhardilla y con un cigarrillo encendido que cuelga de sus labios, Heimito revisa los panfletos que la joven, quien ahora yace desnuda a su lado, le entregó hace apenas unas horas, después que le extendiera su boleto Viena-Madrid-Miami-San Pedro Sula. Agradecido, Heimito la invitó a tomar una cerveza y después de que ella le acariciara el pene -sin demasiados remilgos, pero bajo la mesa- se la llevó a su nido, donde fornicaron con juvenil entusiasmo.
Después de revisar con atención los panfletos, Heimito había decidido establecer a San Pedro Sula como su “base de operaciones”, y desde esa ciudad emprendería incursiones a Copán, donde vería las ruinas mayas, y a Roatán, donde se entregaría a los “placeres tropicales” (léase “búsqueda de inéditas experiencias sexuales con voluptuosas hembras locales”) en el último de los paraísos prometidos: un lugar exótico llamado West End.
El viaje fue largo, pero sin incidentes. Los trámites de aduana en el aeropuerto de San Pedro Sula estuvieron marcados por la excesiva gentileza del agente de Migración, quien le sonrió en todo momento y cuando le devolvió el pasaporte le dijo: “Bienvenido a Honduras don Jaimito, que la pase bien”.
Tras un corto trayecto en el autobús del aeropuerto, se instaló en un hotel ubicado frente al parque central. La habitación estaba limpia y el botones agradeció con una enorme sonrisa y un “Thank you míster” los cinco dólares que Heimito depositó en sus manos una vez que tirara su mochila tamaño king size sobre la cama. Pues bien -pensó Heimito, una vez que se cerrara la puerta- ya estoy en Honduras.
Esa misma noche visitó el bar del hotel, que lucía un decorado propio de película norteamericana de lo años 60. Allí le sorprendieron dos cosas: la buena calidad de la cerveza, marca Salvavida, y las piernas de la mesera que le atendió, una trigueña de cintura fina y sonrisa fácil. A Heimito se le encendía la entrepierna cada vez que ella le decía: “le sirvo otra señor”, por lo que se vio obligado a decir sí toda la noche. Pero cuando cerraron el bar, al filo de la medianoche, sólo pudo enviarle una sonrisa de náufrago a la mesera de las piernas divinas y dejarle una más que generosa propina. Esa noche Heimito se acostó con una alegría desconocida y, extrañamente, no soñó con Israel, ni con el desierto ni con las bombas. Tampoco soñó con Ulises.
Al día siguiente, Heimito se levantó con un ánimo excepcional, bajó en el ascensor, atravesó el lobby y se instaló a orillas de la piscina, donde –animado por el recuerdo de la mesera de la noche anterior- esperaba encontrar más beldades trigueñas, de cintura fina y sonrisa fácil; pero el corazón se le achicó al escuchar el parloteo de unas gringas rubias e insípidas que chapoteaban con parsimonia de manatíes en medio de las aguas. Casi no escuchó a la mesera cuando le preguntó por su “pedido”, pero una vez que volvió al mundo, Heimito supo que deseaba una cerveza, “y que sea Salvavida, por favor”.
Aún era temprano y ya Heimito acumulaba tres cervezas entre pecho y espalda. Mientras se decidía a pedir la cuarta, vio que un nuevo enjambre de insípidos se amontonaba alrededor de la piscina, luego escuchó el llamado de un individuo vestido como explorador del siglo XIX, quien los convocó a arreglar sus cosas para “partir a Copán”. Heimito rebuscó en su mochila hasta encontrar el papel que decía “Green Forest Tours. Las ruinas mayas de Copán y el Caribe hondureño al alcance de su mano.” Y “Green Forest” se leía en el logo de la camisa del explorador. No, Heimito no viajaría con los insípidos.
Casi hora y media después, Heimito se acomodaba como un jeque en el asiento delantero del taxi 2666, mientras Rodolfo el taxista, su nuevo amigo hondureño, le alargaba una humeante bacha. Mientras le jalaba con delectación al purito, Heimito ya oficiaba como discípulo de Pangloss y no dejaba de pensar que vivimos en el mejor de los mundos posibles, que lo que nos ocurre es siempre lo mejor y que esa marihuana merecía un lugar privilegiado en el Cannabis Hall of Fame. A Rodolfo lo conoció apenas había dado unos pasos fuera del hotel. Mientras varios taxistas vociferaban en lenguas extrañas, a Heimito le cayó en gracia ver a un gordo bonachón reclinado sobre su blanca máquina, en la que destacaba el número 2666 en letras negras con una orla roja. El gordo mordisqueaba una naranja como si nada existiera a su alrededor, lo que finalmente le hizo a Heimito decidirse a llamarlo. Unos minutos después ya habían arreglado el precio por llevarlo a Copán y cuando Heimito quiso explorar la posibilidad del regreso, Rodolfo se limitó a decirle: “Primero lleguemos, ahí después hablamos de la vuelta”.
Heimito decidió viajar a América Latina. Primero pensó en irse a México, la tierra natal del buen Ulises, pero después recordó la frase de su amigo: “Nunca vayas a México, Heimito; México es para los mexicanos, nunca lo entenderías y sufrirías mucho”. Y Heimito creía en el buen Ulises. Por eso, cuando por fin le dieron la herencia tan esperada, sin pensarlo dos veces entró a la primera agencia de viajes que se cruzó en su camino. Una vez dentro de la agencia, explicó claramente a la joven empleada que le facilitara información sobre los destinos más recomendados en América Latina. Puede ir a Argentina o a Chile, le dijo la joven rubia, allí encontrará que los germanos hemos dejado nuestra impronta: vinos y salchichas, cerveza y chucrut. Empezaban mal, Heimito no quería eso. Ah, un joven aventurero, insistió la empleada, pues debe ir a Centroamérica: selva y mar, revoluciones y dictadores, playas paradisíacas y ruinas mayas, usted debe ir a Guatemala o a Honduras. ¿Cómo dijo?, le preguntó Heimito, ¿cuál fue ese último nombre que dijo? Honduras, se apuró la joven. Sí, Honduras, allí es adonde quiero ir.
Luego, ya en su buhardilla y con un cigarrillo encendido que cuelga de sus labios, Heimito revisa los panfletos que la joven, quien ahora yace desnuda a su lado, le entregó hace apenas unas horas, después que le extendiera su boleto Viena-Madrid-Miami-San Pedro Sula. Agradecido, Heimito la invitó a tomar una cerveza y después de que ella le acariciara el pene -sin demasiados remilgos, pero bajo la mesa- se la llevó a su nido, donde fornicaron con juvenil entusiasmo.
Después de revisar con atención los panfletos, Heimito había decidido establecer a San Pedro Sula como su “base de operaciones”, y desde esa ciudad emprendería incursiones a Copán, donde vería las ruinas mayas, y a Roatán, donde se entregaría a los “placeres tropicales” (léase “búsqueda de inéditas experiencias sexuales con voluptuosas hembras locales”) en el último de los paraísos prometidos: un lugar exótico llamado West End.
El viaje fue largo, pero sin incidentes. Los trámites de aduana en el aeropuerto de San Pedro Sula estuvieron marcados por la excesiva gentileza del agente de Migración, quien le sonrió en todo momento y cuando le devolvió el pasaporte le dijo: “Bienvenido a Honduras don Jaimito, que la pase bien”.
Tras un corto trayecto en el autobús del aeropuerto, se instaló en un hotel ubicado frente al parque central. La habitación estaba limpia y el botones agradeció con una enorme sonrisa y un “Thank you míster” los cinco dólares que Heimito depositó en sus manos una vez que tirara su mochila tamaño king size sobre la cama. Pues bien -pensó Heimito, una vez que se cerrara la puerta- ya estoy en Honduras.
Esa misma noche visitó el bar del hotel, que lucía un decorado propio de película norteamericana de lo años 60. Allí le sorprendieron dos cosas: la buena calidad de la cerveza, marca Salvavida, y las piernas de la mesera que le atendió, una trigueña de cintura fina y sonrisa fácil. A Heimito se le encendía la entrepierna cada vez que ella le decía: “le sirvo otra señor”, por lo que se vio obligado a decir sí toda la noche. Pero cuando cerraron el bar, al filo de la medianoche, sólo pudo enviarle una sonrisa de náufrago a la mesera de las piernas divinas y dejarle una más que generosa propina. Esa noche Heimito se acostó con una alegría desconocida y, extrañamente, no soñó con Israel, ni con el desierto ni con las bombas. Tampoco soñó con Ulises.
Al día siguiente, Heimito se levantó con un ánimo excepcional, bajó en el ascensor, atravesó el lobby y se instaló a orillas de la piscina, donde –animado por el recuerdo de la mesera de la noche anterior- esperaba encontrar más beldades trigueñas, de cintura fina y sonrisa fácil; pero el corazón se le achicó al escuchar el parloteo de unas gringas rubias e insípidas que chapoteaban con parsimonia de manatíes en medio de las aguas. Casi no escuchó a la mesera cuando le preguntó por su “pedido”, pero una vez que volvió al mundo, Heimito supo que deseaba una cerveza, “y que sea Salvavida, por favor”.
Aún era temprano y ya Heimito acumulaba tres cervezas entre pecho y espalda. Mientras se decidía a pedir la cuarta, vio que un nuevo enjambre de insípidos se amontonaba alrededor de la piscina, luego escuchó el llamado de un individuo vestido como explorador del siglo XIX, quien los convocó a arreglar sus cosas para “partir a Copán”. Heimito rebuscó en su mochila hasta encontrar el papel que decía “Green Forest Tours. Las ruinas mayas de Copán y el Caribe hondureño al alcance de su mano.” Y “Green Forest” se leía en el logo de la camisa del explorador. No, Heimito no viajaría con los insípidos.
Casi hora y media después, Heimito se acomodaba como un jeque en el asiento delantero del taxi 2666, mientras Rodolfo el taxista, su nuevo amigo hondureño, le alargaba una humeante bacha. Mientras le jalaba con delectación al purito, Heimito ya oficiaba como discípulo de Pangloss y no dejaba de pensar que vivimos en el mejor de los mundos posibles, que lo que nos ocurre es siempre lo mejor y que esa marihuana merecía un lugar privilegiado en el Cannabis Hall of Fame. A Rodolfo lo conoció apenas había dado unos pasos fuera del hotel. Mientras varios taxistas vociferaban en lenguas extrañas, a Heimito le cayó en gracia ver a un gordo bonachón reclinado sobre su blanca máquina, en la que destacaba el número 2666 en letras negras con una orla roja. El gordo mordisqueaba una naranja como si nada existiera a su alrededor, lo que finalmente le hizo a Heimito decidirse a llamarlo. Unos minutos después ya habían arreglado el precio por llevarlo a Copán y cuando Heimito quiso explorar la posibilidad del regreso, Rodolfo se limitó a decirle: “Primero lleguemos, ahí después hablamos de la vuelta”.
Después de cargar gasolina y salir a carretera abierta, Rodolfo se sacó el cigarrito de marihuana de la bolsa izquierda de su camisa y, sin pensarlo demasiado, le ofreció un jalón a Heimito, quien tampoco mostró demasiados remilgos para aceptarlo, por lo que a los pocos minutos ya se trataban como hermanos de hierba. Luego, unos kilómetros más adelante, pararon al frente de un pequeño restaurante ubicado a orillas de la carretera. Adentro sonaba una canción que a Heimito le sonaba como un lied y, aunque no entendía una palabra, estaba seguro que se refería a las confidencias del corazón y la intimidad amorosa. La sensación se acentuó luego de haberse empinado cuatro cervezas, que en el caso del gordo prácticamente se esfumaban a un ritmo sorprendente, incluso para un inveterado brewermeister como Heimito. Mientras el gordo bromeaba con otro parroquiano, Heimito pensaba en el buen Ulises. El resto del viaje Heimito lo pasó dormitando, tratando de no pensar en nada.
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